J. P. Galindo
Cuando echamos la vista atrás para observar la patética maniobra de “salvamento de la monarquía, puesta en marcha en el convulso año 2014, tras décadas de degradación de su imagen pública, es fácil caer en la idealización y la simplificación de los hechos. Sin embargo, es fundamental no perder la perspectiva real de los acontecimientos, pues ahora, a la vuelta de estos 11 años, hay fuerzas políticas especialmente interesadas en construir una versión de la historia —el famoso “relato” tan de moda—, orientada a salvar su propia imagen y presentarse como lo que nunca han sido ni son.
Hay que comenzar recordando la relación de algunos partidos de la izquierda institucional del Régimen del 78 con la monarquía. De ellos destaca, por razones propias, el P “C” E, elevado oficialmente al nivel de «fiel oposición» desde la izquierda, el cual asumió desde el primer momento —antes incluso de la muerte del dictador— que la monarquía había llegado para quedarse. La gran traición de su propuesta de «reconciliación nacional» llevaba implícita —y explícita desde 1977— la complicidad con la monarquía, y el ataque furibundo contra quienes, como nuestro partido, manteníamos en alto la bandera tricolor y exigíamos, ayer como hoy, la ruptura total con los protagonistas e instituciones de una dictadura fascista que comenzó y terminó asesinando, torturando y violando a nuestro pueblo.
Los restos de aquel P “C” E se visten últimamente con descoloridas galas republicanas mientras se esconden entre la maleza de SUMAR, la coalición de coaliciones en la que cabe todo; desde el ecologismo socialdemócrata hasta el reformismo más tibio, y se reivindican como «republicanos de toda la vida», aunque el suyo sea un republicanismo cosmético y burocrático, con el que las estructuras del Régimen del 78 seguirán tan impunes por sus crímenes e injusticias como lo fueron las de la dictadura con la llegada de esta monarquía parlamentaria. Cambiarlo todo para que nada cambie, ese es el objetivo, una vez más.
Por su parte, la otra pata de la izquierda institucional del país, PODEMOS, trata ahora de reinventarse como partido radical —casi antisistema— llenándose la boca de la palabra república, como si su papel como bombero de la monarquía antes y durante su etapa de gobierno nunca hubiera existido. Como si en 2014 —cuando la influencia del entonces «movimiento» morado sobre las amplias masas estaba en máximos históricos—, no hubieran saboteado las movilizaciones republicanas que se multiplicaban por todo el país tras el anuncio de la abdicación, dos meses después de que la manifestación del 14 de abril reuniera a más de 30.000 personas en Madrid. O como si pudiéramos olvidar su papel de cómplices necesarios en la preparación y encubrimiento de la huida del crápula Juan Carlos en agosto de 2020, siendo Pablo Iglesias vicepresidente del Gobierno. Estos son los que hoy quieren dar lecciones de republicanismo a quienes nunca han vendido sus principios republicanos por un puñado de votos.
Tanto afán de republicanismo por parte de oportunistas, reformistas y revisionistas de todo pelaje tiene su fundamento en la evidente e innegable descomposición de la monarquía. Una decadencia tan difícilmente disimulable que el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), lleva sin preguntar la valoración de los españoles a la jefatura del Estado desde que en el año 2015, ya con Felipe en el trono, ésta no llegase ni al aprobado raspado. Pero esa degradación, evidente y palpable para todos, no será nunca suficiente para que la corrompida familia Borbón entregue voluntariamente la institución que ocupa ilegítima y antidemocráticamente. Para lograr una verdadera democratización del país es inevitable un movimiento republicano fuerte, organizado y de carácter popular.
Pero semejante movimiento republicano no puede nacer de unas izquierdas institucionalizadas, cuyo interés fundamental es la estabilidad del régimen para legitimar su entrada en los puestos de mando, y que han decidido aferrarse al salvavidas republicano para atenuar su imparable caída en la intrascendencia, sino del movimiento popular; es decir, de quienes cada día vivimos la cruda realidad de un régimen irreformable, diseñado de arriba abajo para el saqueo y la explotación de los trabajadores en beneficio de la minúscula oligarquía empresarial, política y eclesiástica.
Por tanto, estamos ante dos visiones del republicanismo totalmente enfrentadas; una se fundamenta en el maquillaje republicano para el miso régimen, lo justo para hacerlo «soportable» para los explotados y ninguneados, mientras que la otra, la nuestra, se basa en la ruptura necesaria para sanear y construir un modelo completamente distinto. No hay opción intermedia, como nos han enseñado las amargas experiencias de las dos repúblicas precedentes.
Quien proponga que un puñado de reformas, empezando por la titularidad de la jefatura del Estado, son suficientes para convertir el Régimen del 78 en una república, se equivoca o nos quiere engañar. La república que urge construir en España no puede ser otra cosa que un modelo de plena democracia, donde las clases trabajadoras participan continua y organizadamente en la vida pública, con voz y voto, controlando el sentido de las decisiones políticas del gobierno. Sin ese cambio estructural, la corrupción, la explotación y el saqueo de la mayor parte del pueblo a manos de una pequeña minoría seguirán siendo la norma general, tenga la titularidad que tenga la jefatura del Estado. Plantear semejante giro de 180 grados mediante reformas parciales, o a través de un referéndum constitucional con un mínimo de garantías, también es engañarse o querer engañarnos.
La Tercera República va a ser el resultado tanto de la descomposición de la monarquía como de la descomposición de la izquierda revisionista, reformista y colaboracionista, pues ambas son distintas caras del mismo Régimen del 78 y ambas están notando en sus propias carnes el rechazo y el abandono de las amplias masas populares.
Ni podemos ni queremos salir a las calles periódicamente a pedir a la familia Borbón «que se vayan», apelando a una decencia y un respeto democrático que ya han demostrado históricamente que ni tienen ni han tenido nunca —no en vano los españoles han expulsado a los Borbones hasta en 3 ocasiones a lo largo de los siglos XIX y XX—, ni queremos ni podemos seguir esperando que las izquierdas institucionales abandonen su condición de colaboradoras necesarias del Régimen y empiecen a poner los intereses de la mayoría social —trabajadora— en el centro de su acción política.
Lo que queremos y necesitamos es echar a la familia Borbón y sus cómplices parlamentarios de forma clara y contundente, demostrando la fuerza colectiva de nuestra clase y de nuestros pueblos. Una fuerza colectiva capaz de construir un estado que, por republicano, federal y popular, pueda llamarse verdaderamente democrático.
Fuente: PCE(m-l)
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