Tuve que ver las imágenes dos veces para entender lo que sucedía
El pasado domingo, en la playa del Sotillo, en Castell de Ferro (Granada), un grupo de bañistas corría entre sombrillas y toallas, no para auxiliar a personas recién llegadas por mar sino para perseguir, reducir y retener violentamente a varios migrantes exhaustos.
Los justicieros eran personas normales y corrientes, que estaban veraneando. Ciudadanía cuyo uniforme era un bañador y unas chanclas que, sin ningún pudor, se arrojó el papel de frontera.
Con una escena como esta, la pregunta que nos interpela es ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué ha pasado para que los penúltimos persigan a los últimos?.
Castell de Ferro no es una zona exclusiva, ni un resort de lujo. Es un pueblo costero tranquilo, elegido en vacaciones tradicionalmente por familias trabajadoras y gente modelica.
Es una costa popular, donde muchas personas veranean después de un año duro, con recursos justos y muchas renuncias. Personas precarizadas, que sufren la crisis de la vivienda, las dificultades de acceder a la sanidad y educación pública y que con mucho esfuerzo llegan como pueden a fin de mes, mientras ven como las grandes empresas publican cada año mejores resultados a costa de que sus salarios sigan estancados.
Por eso, la escena es aún más dura. Que esas mismas personas, hijas de la periferia social, se sientan legitimadas para actuar como agentes del control migratorio, como si la única forma de defender su lugar en el mundo fuera reducir al que está aún más abajo, es resultado de una quiebra social y moral muy profunda Pierre Bourdieu lo explicó con claridad: cuando el poder simbólico triunfa, los dominados adoptan la mirada del dominador.
Y en este caso, el relato de la ultraderecha ha conseguido que parte de la ciudadanía ponga su desafección, su frustración y su rabia en la dirección equivocada.
En lugar de señalar a los responsables reales de su precariedad —las élites políticas y económicas que quieren recortar sus derechos—, persiguen al que huye del hambre, del despojo, de la violencia, porque ha sido señalado intencionadamente, como una amenaza.
Pero volviendo a la escena de la playa, lo más preocupante, no es solo lo que hicieron aquellos veraneantes, sino el porqué lo hicieron. Como si fuera su deber. Como si la solidaridad fuera una traición y perseguir al migrante una obligación.
Lo más triste de todo, es que muchas de esas personas que se sintieron en la obligación moral de perseguir a los migrantes ‘por el bien de nuestra sociedad’, probablemente no mueven un dedo cuando ven a una persona tirada en la calle, cuando saben que hay un vecino sin recursos que va a ser desahuciado, o tampoco se inmutan ante el asesinato de más de 60.000 personas en el genocidio que se está cometiendo impunemente en Gaza. Pero corren —literalmente corren— para detener a alguien que acaba de salir del agua y que está a punto de desfallecer.
El discurso del odio ha conseguido que las fronteras ya no sean solo líneas geográficas: se han instalado en las ideas, en las miradas, en los gestos cotidianos. En Castell de Ferro, la playa se convirtió en frontera. Y la frontera estaba en la mente de quienes actuaron con violencia para evitar que las personas que bajaban de la patera pudieran pisar un lugar seguro.
El éxito de la ultraderecha es haber diseñado una ingeniería del odio, que transforma el malestar social en xenofobia. De este modo evita que los de abajo se organicen para resistir y luchar juntos, enfrentándoles entre sí.
Pero hay otra mayoría: la que no corre tras nadie, la que representa la voz que en el video grita: “¡Dejad al chiquillo!”
Esa voz no solo rompe el consenso del miedo. Nos recuerda que otra ética es posible. Alguien que ve al migrante como persona. Que no se deja arrastrar por el odio. Que elige ser solidaria antes que ser justiciera. Y esa es la esperanza en la que debemos aferrarnos.
Pero también es una alerta. Una invitación a rebelarse. A reconstruir el tejido común. A no aceptar que se persiga a un joven en la playa con la misma facilidad con la que se ignora a quien agoniza en la calle.
Es un grito de justicia social que exclama con desesperanza “¡Dejad al chiquillo!”
Lo que ocurrió este fin de semana en esa playa de Granada no es una anécdota.
Es un espejo que muestra hasta qué punto el relato de la exclusión ha calado.
Pero también es una alerta. Una invitación a rebelarse. A reconstruir el tejido común. A no aceptar que se persiga a un joven en la playa con la misma facilidad con la que se ignora a quien agoniza en la calle.
Porque cada acto de indiferencia o violencia contra los más vulnerables, pone en juego nuestra capacidad de convivir, y nuestra capacidad colectiva de sostener la dignidad humana como principio político.
Estrella Galán es eurodiputada por Sumar.
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