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viernes, diciembre 20, 2024

Historia de un complot

Periódico burgues reconociendo que fue un golpe de estado.

La Nacion

Después del entusiasmo tras la caída del dictador rumano, cada vez más gente rechaza la palabra "revolución" y prefiere "golpe de Estado". En tanto, un pacto de silencio une a los conspiradores, hoy destacados líderes políticos.

24 de enero de 1999

Actualizado el 26 de junio de 2020

BUCAREST.- EL sol de una tarde de invierno baña en una tenue luz rosada las calles de Bucarest, cubiertas de hielo y barro. Del mismo modo, la frustración de un presente de incertidumbre tiñe de rosa el pasado de Rumania. El comunismo, razonan muchos, aseguraba una pobreza digna y llevadera. Nicolae Ceausescu, el conducator (jefe, en rumano), era, pocos lo niegan, un déspota corrupto, pero con él en el poder todos tenían trabajo.

Nicolae Ceausescu y su esposa Elena, durante el juicio a ambos en 1990 | Cordon Press

Durante muchos años, Ceausescu mantuvo la capital y el país entero en penumbras como parte de su severo plan de racionamiento, para cancelar la deuda externa de diez mil millones de dólares -lo logró en 1989, poco antes de su ejecución- y derivar recursos para financiar sus extravagantes proyectos urbanísticos, que contribuyeron a devastar la economía nacional y arruinar el tejido social de Bucarest.

"Me dio lástima que lo mataran -dice Alina Voicu en alusión a la ejecución del dictador y su odiada esposa, Elena, tras el juicio sumario que siguió a la revolución que lo derrocó el 23 de diciembre de 1989-. "Además -sigue-, lo liquidaron para que no hablara y comprometiera a quienes lo destituyeron: todos eran comunistas".

La nostalgia no es amiga de la verdad. Alina Voicu, empero, no es la única rumana que sospecha sobre los acontecimientos que precipitaron el fin del régimen comunista.

"Después del entusiasmo inicial que caracterizó el momento inmediatamente posterior a la revolución, que terminó con el proceso del matrimonio Ceausescu, son cada vez más los que rechazan la palabra revolución, y prefieren algunos de los siguientes términos: golpe de Estado, Gran Engaño, Gran Pueblada, Gran Mascarada de diciembre de 1989", señala Ion Cristoiu, director de Cotidianul, uno de los diarios más prestigiosos del país.

El polvorín

Tras el colapso del muro de Berlín, el 5 de noviembre de 1989, la Cortina de Hierro se desflecó por sí sola. Hungría, Alemania Oriental, Checoslovaquia, Polonia y hasta Bulgaria, gobernada con mano de hierro(sic) por Todor Zhivkov desde 1954, se desembarazaron natural y pacíficamente de sus regímenes socialistas, como la serpiente que deja caer su piel ya vieja(sic). Rumania era el último bastión comunista, y dos factores hacían impredecible el desenlace.

Por un lado, desde que asumió el poder en 1965, Ceausescu había eliminado o neutralizado a sus adversarios políticos, a la vez que, en la opinión de muchos rumanos, sentaba las bases de un gobierno nepótico apoyado principalmente en su esposa Elena, de origen gitano. "Ello hizo que la brecha entre Rumania y los otros países del propio bloque oriental fuera tan grande -dice Varuyan Vosganyan, jefe del Partido Alternativa Rumana, liberal, y líder político más joven del país-. Acá no tuvimos el equivalente a Solidaridad en Polonia o a Charter 77 en Checoslovaquia, por eso no se formaron cuadros dirigentes en la disidencia".

Por otro lado, el conducator había logrado establecer una mayor autodeterminación, tanto en el plano interno como en la política exterior, relativamente independiente de la que dictaba la Unión Soviética a los países satélites de Europa Oriental. El Kremlin carecía en Bucarest de hombres leales que pudieran sustituir a Ceausescu por otro líder más afín al espíritu reformista del entonces líder soviético Mikhail Gorbachov y su discurso de la "casa común europea", que proclamaba la necesidad de superar la división Este-Oeste de la Guerra Fría.

Anuladas las vías de un golpe de Estado pacífico, las probabilidades de una revolución sangrienta eran, naturalmente, mayores. Nadie, sin embargo, hubiera podido anticipar dónde estaba el alfiler que iba a reventar el globo.

El 15 de diciembre de 1989, el padre Lászlo Tökés, de confesión protestante, criticó duramente al dictador desde el púlpito de su iglesia húngara en Timisoara, Transilvania. Al día siguiente, una multitud se agrupó frente a la casa del pastor Tökés para protestar contra la decisión de la Iglesia Reformada de Rumania de removerlo de su puesto.

Cuando algunos manifestantes ocuparon la sede del Partido Comunista en Timisoara y arrojaron retratos de Ceausescu por la ventana, el ejército resolvió usar tanques y carros de asalto para despejar la escena. El Comité Ejecutivo Político consideró que los militares habían actuado con "excesiva suavidad" y ordenó que las fuerzas de seguridad usaran balas reales en la represión. Las muertes de los primeros civiles precipitaron un acontecimiento crucial: el ejército en Timisoara tomó el bando de los manifestantes.

El 20 de diciembre de 1989, Ceausescu regresó a su país tras una visita oficial a Irán.

Al día siguiente de llegar de Teherán el dictador decidió dar un discurso desde el palacio del Comité Central en Bucarest para exaltar la acción militar contra los "terroristas" de Timisoara.

Las fábricas de la capital y sus alrededores enviaron a sus obreros más leales al partido para escuchar las palabras del conducator . Pero tan pronto como llegaron, se les dijo que Ceausescu había cancelado su discurso y que podían ir a sus hogares. Aquí comenzó a asomar en forma ostensible la conspiración.

Al poco tiempo de haber sido despachados a sus casas los trabajadores comunistas, se confirmó que después de todo, Ceausescu iba a hablar al mediodía. Perplejos, los directores de las fábricas tuvieron que ser menos selectivos con las lealtades partidarias de los grupos que enviaron a la plaza, en su esfuerzo por reunir los números de hombres solicitados.

Ceausescu comenzó su arenga, pero al poco tiempo titubeó. No podía dar crédito a los abucheos e insultos de jóvenes que eran contenidos por un cordón policial. Alentado por su esposa, empero, siguió hablando mientras las fuerzas de seguridad intentaban controlar el caos que se desató cuando los jóvenes al grito de "¡Abajo con la dictadura!" intentaron romper la barrera de seguridad. El conducator terminó su discurso cuando se desconectó el registro pregrabado de vítores y aplausos, y desapareció tras los ventanales del balcón.

Al día siguiente, tras otro fallido intento por dirigirse a un público que lo abucheaba y le arrojaba proyectiles, huyó con su esposa en helicóptero. El piloto fingió una falla mecánica y aterrizó. Los Ceausescu fueron subidos a un automóvil de la Securitate "para su protección" y fueron conducidos a la base militar de Tirgoviste, donde se había preparado la escena para un juicio sumario al dictador y su mujer. El país ya era gobernado por el Frente de Salvación Nacional (FSN), encabezado por Ion Iliescu.

Según le contó el entonces primer ministro Petre Roman a un diputado de una antigua republica soviética, en abril de 1995, el 21 de diciembre de 1989 durante la reunión con Iliescu y el general Nicolae Militaru en la que tramaban la toma del poder, decidieron que a Ceausescu había que liquidarlo. Nadie quería hacerse cargo de los detalles técnicos . Finalmente, Petre Roman se paró y salió de la sala, sin decir una palabra y dando a entender que él organizaría la captura de Ceausescu. Según le relató a su confidente de la ex Unión Soviética, Roman organizó la fuga en helicóptero del conducator y su esposa, y la posterior presunta falla por la que el piloto descendió en medio de una autopista. El tribunal militar y el proceso también fueron montados por Petre Roman, según confió a esta fuente.

Terroristas

La Securitate es un candidato excelente para cargar con las culpas que los rumanos necesitan atribuir para sanar las heridas que dejó abiertas la brutal matanza de civiles durante la revolución. En breve: hasta hoy no se sabe quién abrió fuego sobre quién ni por qué.

En uno de los tramos más enigmáticos del proceso contra los Ceausescu, éstos acusaron a los integrantes de la Securitate -hasta entonces bastión de la dictadura- de terroristas. Todavía en los medios occidentales se acepta la versión inicial de los tiempos de la insurrección, de que la Securitate se opuso con brutalidad hasta el último momento a la revolución que puso fin al régimen comunista. La acusación categórica del matrimonio contra el organismo de inteligencia, sin embargo, puede considerarse como un firme indicio de que el conducator se sentía traicionado por el Departamento de Seguridad del Estado, tal el nombre oficial, que había representado el pilar fundamental de su gobierno.

En verdad, la Securitate estaba dividida sobre la suerte de los Ceausescu. El 23 de diciembre de 1989, el Frente de Salvación Nacional, que había asumido el poder, transmitió las imágenes de los cadáveres de Nicolae y Elena, segundos después de ser ejecutados, para demostrar a las fuerzas que se resistían que la lucha por restaurar el viejo régimen era inútil.

Los edificios de Bucarest que aún hoy conservan fachadas perforadas por disparos eran bastiones de la Securitate que, si hubiera respondido a las balas con todo su poder de fuego -tenía un arsenal formidable, incluso en comparación con el del ejército-, habría causado una matanza peor que la registrada. Al principio se dijo que los enfrentamientos durante la revolución cobraron sesenta y cuatro mil vidas. A la semana, fuentes oficiales estimaban que murieron siete mil personas. La cifra definitiva de caídos es de novecientos cuarenta y dos, alta, pero inferior a la carnicería que la Securitate hubiera podido provocar, de estar dispuesta a ello.

Sin embargo, la Securitate aún juega el papel del malo de la película porque ninguno de los conspiradores contra Ceausescu y hoy líderes políticos, como el ex mandatario Ion Iliescu -que encabezó la revolución- y el presidente del Senado Petre Roman, quiere terminar de consumir lo que les queda de capital electoral, reconociendo deudas hacia el odiado organismo de seguridad. Ningún político rumano empero es tan incauto como para hurgar demasiado en el pasado y descubrir evidencia comprometedora para los militares, que aun hace pocos días hicieron escuchar ampliamente sus quejas sobre la "manipulación política" de las quinientas catorce carpetas que componen el archivo de la revolución.

La verdad es que grupos grandes de la Securitate se plegaron a las fuerzas revolucionarias.

Los bolsones de la resistencia al derrocamiento de Ceausescu estaban compuestos por cuatro mil hombres de las tropas del Ministerio del Interior, entrenadas especialmente para la contrainsurgencia de guerrilla urbana, entre ellos unos dos mil oficiales de la Escuela de Seguridad Militar de Baneasa, dirigida por el hermano del conducator , Andruta; ochocientos hombres pertenecientes a la Unidad Especial de Lucha Antiterrorista; unos quinientos hombres del Quinto Directorio, responsables por la seguridad personal de Ceausescu, y seiscientos agentes de la Securitate Municipal de Bucarest. Si bien presentaron una oposición sangrienta, el desbandamiento de estos bastiones comunistas se produjo por sí solo cuando la detención del líder rumano rompió la cadena de mandos.

La actividad de "terroristas" extranjeros es lo que aún crea inquietud en Rumania. Y, sobre todo, las sospechas de encubrimiento y ocultamiento de evidencia por parte de importantes dirigentes. El ejército, acaso con algún interés en desviar la atención hacia otros, denunció recientemente que los documentos sobre la participación de guerrilleros de otras nacionalidades, que había presentado ante el tribunal militar que investiga los acontecimientos de la revolución, se habían "evaporado".

A pesar de la escasez de testimonios fiables, se da por sentada la participación de extremistas árabes -su número incluso podría llegar a cien- que estaban siendo entrenados por la Securitate y se plegaron a las unidades pro Ceausescu de la policía secreta. Además de haber exhibido gran destreza en la guerrilla urbana, habrían realizado operativos de infiltración entre las tropas que tomaron el bando del Frente de Salvación Nacional. Difíciles de identificar en el fragor de la lucha, estos "terroristas" habrían causado el mayor número de víctimas durante la revolución. Versiones nunca desmentidas en forma rotunda señalan que algunos incluso obtuvieron la ciudadanía rumana. Nadie sabe a cambio de qué. Pero el derrocamiento de Ceausescu tras veinticinco años de poder absoluto requería algo más que un puñado de militantes extremistas del Oriente Medio.

La conspiración

Es prácticamente imposible que las protestas contra la expulsión del reverendo Tökés de Timisoara, el acontecimiento que precipitó el golpe de 1989, hayan sido planificadas como puntapié inicial para deponer al conducator . Con algunas excepciones, integrantes clave del FSN que asumió el poder tras la revuelta reconocieron que los planes conspirativos contra Ceausescu eran de vieja data. Esto, hay que advertirlo, también puede representar un intento por parte de ellos de desvincularse de un pasado comprometedor. Quienes derrocaron a Ceausescu eran hombres del régimen.

Uno de ellos, el general Nicolae Militaru, ha sostenido que la resistencia contra el dictador comenzó tan pronto como asumió la conducción del Partido Comunista y de Rumania, en 1965.

Militaru dice haber organizado una célula golpista junto con otros generales, y luego se puso en contacto con otras dos células de conspiradores, que fallaron en un intento por derrocar al conducator en 1984. Según uno de los conspiradores, el general Stefan Kostyal, la primera intentona falló cuando una de las principales unidades militares fue enviada sorpresivamente al campo para realizar tareas agrícolas. Ante el fracaso, los golpistas elaboraron dos planes de contingencia: el primero suponía la toma del Ministerio de Defensa y el apoyo de las fuerzas armadas; el segundo, la toma del poder "en el caso de una revuelta espontánea". El momento del plan de contingencia B llegó en 1989.

El baño de sangre no fue mayor porque el FSN logró la cooperación del Alto Comando de las Fuerzas Armadas, con la promesa de Iliescu de que convocaría a "políticos serios" -miembros del Partido Comunista- y no sólo "a unos pocos poetas e intelectuales locos". O sea, gente más inclinada a investigar la verdad de los hechos. Tranquilizado, el teniente general Victor Stanculescu, que había sido el primero en ordenar que las tropas abrieran fuego sobre los manifestantes en Timisoara y que no integraba el grupo inicial de los conspiradores, se abocó a convencer a los reticentes en el ejército sobre las bondades del nuevo gobierno y a coordinar las acciones militares contra los partidarios de Ceausescu.

El papel de Stanculescu, inicialmente dispuesto a reprimir brutalmente las protestas democráticas, sigue siendo oscuro. Otrora estrecho colaborador de Elena Ceausescu, su conversión a la nueva fe política del país fue premiada con el puesto de ministro de Defensa en febrero de 1990.

Un viaje a París

El comunismo en Europa del Este y la antigua Unión Soviética quizás hayan legado dos virtudes, una por designio y la otra por accidente: una formación educativa exigente, en parte para adiestrar adecuadamente en las sutilezas del marxismo-leninismo -complejo, inútilmente- y, por derivación no intencional, una ingenuidad natural en ese bloque aislado del mundo capitalista.

Roxana Savu, estudiante de historia, tenía once años cuando estalló la revolución. La mañana del 22 de diciembre de 1989 estaba jugando en su casa de Focsani, en la región de Moldavia, con una amiga y escuchando música, "rumana, por supuesto".

Se había vestido con la ropa de su madre, se pintaba los labios con su rouge , cuando por la radio escuchó la palabra "dictador", que desconocía. "No sabía qué significaba, pensaba que era un monstruo", recuerda hoy. Encendió el televisor. "Tuve una corazonada, era raro, porque a esa hora no había programación", prosigue. En esa época, había solamente dos horas de TV por día. "Estaba sorprendida de que hubiera televisión, había mucha gente en las calles, gritando, estaban alegres".

Al poco tiempo llegó su madre, profesora de historia, corriendo, y no dejaba de llamar por teléfono a sus amigas. "Estaba feliz", recuerda Roxana, "mi mamá creía que iba a poder ir a París".

La libertad no vino acompañada de prosperidad. Con un salario inferior a los cien dólares, la madre de Roxana puede permitirse pocos lujos en su tiempo libre, para evadirse de los monobloques de cemento al desnudo y las chimeneas de las fábricas de Focsani, pobre sustituto de la Torre Eiffel, "tonta, pero que ofrece vistas fantásticas" en palabras de Lytton Stachey.

El traqueteo del tren se confunde con el canto de dos jóvenes gitanos -un varón de unos 16 años y un niña de unos diez- que entonan canciones de Navidad para mendigar, una vieja costumbre oriental (aún subsiste entre los kurdos de Turquía) que los tsiganes conservan en Rumania. "No prestes demasiada atención, cantan muy mal", advierte un pasajero. "Con Ceausescu tenían que trabajar", dice; "ahora somos libres".

El autor es periodista, especializado en asuntos de Europa oriental y la antigua Unión Soviética.

Por Por Avedis Hadjian  (Especial para  La Nación)




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