Mientras escribimos, las noticias sobre los disturbios en Francia dan la vuelta al mundo. Se habla de comercios saqueados y de todo —desde ayuntamientos a bibliotecas— convirtiéndose en humo al paso de las protestas.

Estos disturbios son revueltas populares: revueltas contra la brutalidad policial, contra la sensación de ser tratados como ciudadanos de segunda categoría, contra la crisis del coste de la vida en Francia. Su origen comenzó el 27 de junio, cuando Nahel M, de diecisiete años, fue ejecutado por un agente de policía cuando intentaba escapar de un control policial en uno de los barrios obreros de Nanterre.

Este asesinato no fue un caso aislado; los homicidios policiales se han disparado desde que el expresidente François Hollande aprobó en 2017 un proyecto de ley que permite a los agentes de policía utilizar armas de fuego en caso de incumplimiento por parte de civiles. Desde entonces, el número de víctimas de la brutalidad policial ha aumentado año tras año.

Pero si la ira se desató por este asesinato en particular, se ha visto alimentada por años de abusos policiales. Un estudio realizado en 2017 en Francia demostró que si te consideraban árabe o negro, tenías veinte veces más probabilidades de ser sometido a un control policial que el resto de la población. Y los barrios obreros donde se están produciendo estas revueltas están gravemente infradotados de servicios públicos, con tasas de desempleo entre el 16% y el 20% (frente a una media nacional que oscila entre el 7% y el 8%).

Hasta comienzos de esta semana se han realizado 2300 detenciones, y sus perfiles muestran algunas similitudes: muchos de ellos son adolescentes. Muy pocos tienen antecedentes penales y suelen tener entre catorce y dieciocho años. En algunas noches, la edad media de los alborotadores detenidos es de solo diecisiete años.

Pero hasta ahora, los dirigentes políticos de todo el espectro se han negado a comprender el peso del problema, recurriendo a falsas acusaciones. Parte del gobierno y del partido de derechas Les Républicains, por ejemplo, acusan a La France Insoumise, de izquierdas, de sembrar el caos en el país por buscar soluciones políticas a los disturbios y negarse a sumarse a la condena general. Cada vez que se intensifican los conflictos sociales, la derecha y los macronistas siempre lanzan este mismo reproche a la izquierda.

Al más alto nivel, la respuesta de Emmanuel Macron ha sido, como era de esperar, autoritaria y brutal. Se han movilizado más de 45 000 policías en todo el país para hacer frente a las revueltas. En un discurso con el ministro del Interior, Gérald Darmanin, y la primera ministra, Elisabeth Borne, Macron prometió que estas revueltas debían tratarse con rapidez y que las redes sociales y los videojuegos eran parcialmente culpables de la conducta de los adolescentes alborotadores. Macron también hizo un llamamiento a los padres para que asuman su responsabilidad y cuiden de sus hijos por la noche. El ministro de Justicia, Eric Dupond-Moretti, dijo que los padres debían «retener a sus hijos» y les amenazó con cargos judiciales si no lo hacían.

El viernes pasado, la ONU pidió a Francia que «abordara seriamente los profundos problemas de racismo entre las fuerzas del orden». Francia respondió que «cualquier acusación de racismo sistémico o discriminación por parte de las fuerzas del orden en Francia» era «totalmente infundada». El gobierno no ha propuesto ningún anuncio ni solución política para poner fin a estas revueltas.

La extrema derecha ha pedido que se declare el estado de excepción, y algunos políticos de extrema derecha han calificado el momento de «guerra civilizatoria», argumentando que las revueltas estaban dirigidas por descendientes de inmigrantes. Pidieron al gobierno que dejara que la gente volviera a poner orden en las calles si el gobierno no lo hacía; mientras Macron ataca a la izquierda radical, se han visto milicias fascistas armados con bates de béisbol en las ciudades de Angers y Lorien, donde han estado ayudando a la policía a realizar detenciones, y en Lyon, donde cincuenta fascistas marcharon por las calles coreando «estamos en casa». La policía y los fascistas cantan himnos similares; en los últimos días, dos sindicatos policiales han emitido declaraciones explicando que las fuerzas policiales estaban «en guerra» con «pestes» y «salvajes».

Lo que es aterrador es que casi ninguna fuerza política está tratando políticamente esta revuelta. La única respuesta que parece dar la clase política es represiva. El único partido político que intenta abordar políticamente la situación es La France Insoumise, cuyo grupo parlamentario ha propuesto soluciones para poner fin a la crisis que genera estas revueltas. La primera exigencia es derogar el proyecto de ley de «permiso para matar» de 2017, que permitía a los agentes de policía asesinar a la joven Nahel, así como pedir una comisión de «verdad y justicia» sobre la violencia policial grave y un plan de inversiones masivas para los barrios obreros.

Aquí, la izquierda radical propone un «plan de emergencia para superar la crisis». Este plan implica situar la revuelta en el ámbito político: las revueltas no son el resultado del fracaso de los padres, las redes sociales o Snapchat, sino de una crisis política total. Las causas de la crisis son antiguas y deben abordarse seriamente.

A este respecto, Jean-Luc Mélenchon ha dicho en el canal de televisión LCI que «la cuestión para un político no es llamar a la calma o hacer poses de huelga. Es construir la calma. Y para ello es necesario resolver de forma racional y concreta los problemas que se plantean». Durante las anteriores elecciones presidenciales, el movimiento ya pidió la reestructuración de la IGPN (Inspección General de la Policía Nacional), la disolución de la BAC (Brigada Anticrimen) y la creación de una policía republicana libre de racismo. También abogaron por la adopción de un importante código ético, la aplicación de nuevas medidas para combatir la elaboración de perfiles raciales y la mejora del programa de formación policial. Esto implicaría ampliar la duración de la formación policial y modificar su contenido, por ejemplo introduciendo cursos de sociología.

Esta crisis refleja la erosión de la situación en Francia. Al no adoptarse ninguna medida contra la dinámica de opresión racial y segregación que envenena a la sociedad francesa, la ejecución del joven Nahel actuó como detonante explosivo. Es urgente que los dirigentes políticos revisen por completo las instituciones policiales y garanticen que la «promesa republicana» —de educación superior, acceso al empleo, etc.— deje de detenerse a las puertas de los barrios desfavorecidos.