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sábado, septiembre 01, 2007

Los vencedores de Negrin-VI


Edmundo Dominguez Aragones. Editorial Roca

AMBIENTE DE Madrid.

Madrid, el pueblo sencillo y confiado, que estoicamente estaba soportado los mayores martirios, cuyo paralelo solo encontraríamos en los anales históricos y remotos en que españoles defendieron la integridad de nuestra nacion, era victima de todos estos manejos y de todas estas criminales acciones que iban a hacer esteriles todas las sacrificios y todos sus anhelos de victoria.
Madrid no había perdido su fisonomía exterior. Los cines y teatros diariamente se veían concurridos. El publico en ellos olvidaba sus pesares y fatigas, y aun sus riesgos. Había cine que tan cerca estaba de las líneas enemigas que se oian desde él los disparos de las ametralladoras y de los mortero.

Madrid padecía hambre.
Los esfuerzos del Ayuntamiento no eran bastante para cubrir esta necesidad.
Una gran parte de la población civil era abastecida por la Intendencia Militar.
Ni tabernas ni bares; estos establecimientos modestos ya nada tenían que ofrecer al publico.

Las estanterías de los comercios estaban vacias. Pero esta penuria se soportaba sin protestas, porque alcanzaba a todos. Las pocas provisiones se repartian con bastante equidad y además el sentido de generosidad madrileña suplia deficiencias y remediaba los casos angustiosos.

Padre-decía una muchacha que trabajaba en una fabrica de guerra- a la señora Benita no le han dado nada en la tienda.
-Si puedes, la remedias-contestaba el padre con aire natural.
Daselas. Sus chicas no se dan cuenta, pero esan mas flacos y me preocupan. Nosotros ya nos arreglaremos.

Este gesto ni era único, ni estaba exento de grandiosidad. Quizás lo ofrecido era la única reserva del que ofrecía. En Madrid, la población civil no guardaba egoístamente comestibles.
Del escaso reparto, al que le sobraba, lo ofrecía al mas necesitado.
Interminable filas de mujeres, mal abrigadas recorrian a pie los nueve o diez kilómetros que separan Madrid de los pueblos limítrofes, donde se procuraban verduras o leña.

Los tranvías funcionan y llegan hasta la estatua de Argüelles y hasta la plaza de Legazpi, a menos de ochocientos metros de las trincheras enemigas.
Los conductores tienen a desdoro el dejar abandonado el tranvía cuando hay bombardeos o aparece la aviación, y rien cuando el publico se apea del vehiculo si los proyectiles caen cerca. A muchos este alarde les ha costado el quedarse confundidos entre los restos del tranvía, rotos y deshechos.

La imprenta de Rivadeneyra, situada en el Paseo de San Vicente, trabaja y edita el periódico de las Juventudes Socialistas Unificadas y comparte el riesgo con los del puesto de mando de la Octava División, que esta instalada en el mismo sitio.
En los edificios destruidos del barrio de Argüelles, aun quedan habitaciones ocupadas por insensatos vecinos, que no se estremecen cuando por las noches con los golpes de mano, en el Paseo de Rosales, se entabla una lucha enconada, que derriba los muros agrietados de su absurdo vivienda.

Todos trabajan.
Los de la construcción hacen trincheras.
Los metarlugicos han transformado sus talleres, y solo producen material de guerra.
Sastres y modistas cosen prendas para el ejercito.
La ciudad no es holgazana.

El madrileño rie en la Puerta del Sol y sigue contemplando el reloj de Gobernación, varias veces destrozado, y otras tanta recompuesto.
Madrid es una cantera de energias y de posibilidades inagotables, cuyo limite nadie es capaz de medir.
Su final no ha sido obra de su cansancio ni de su protesta, sino de la traición o de la pasión en el mejor de los casos, pero sin que le alcance la menor responsabilidad que pueda manchar su digna y ejemplar conducta.

Su generoso sacrificio no era bien administrado y sus flaquezas no encontraban en la orientación de los partidos una línea que las iluminase. Todo lo contrario, sus problemas diarios sin resolver, las muchas vicisitudes que tenia que sufrir pesaban en su animo sin una salida racional y solo su espíritu antifascista bien probado hizo el milagro de conservarle arrojado y heroicos durante tanto tiempo.

Era un orgulloso, el suyo, descarado y agresivo. No querían las mujeres, a pesar de los constantes bombardeos, abandonar Madrid.
Diariamente, este amor a su pueblo causaba victimas entre mujeres y niños.
Eran frecuentes dialogos en los que el gracejo y empaque madrileños rebosaban terquedad.

-Oiga, buen hombre, quen todos tenemos que hacer “cola”-decianle a uno que sin esperar turno, trataba de ser primeramente despachado en un puesto de pan.
-Ya lo se, mujer, pero tengo prisa, es tarde para ir a trabajar.
-Vamos, no hombre, no venga con cuentos, usted quiere ahorrarle a su mujer la espera de la “cola”.
-¡A la “cola”! ¡a la “cola”!-gritaba varias mujeres.
-¡Tio zanguango!-
¡Frescales!
-Pero estas tias descaradas….-contesta el hombre, y les llena de insultos. Cuando el repertorio se le agoto, les grita indignado:
-¡Tenían ustedes que estar evacuadas!

Aquí si que el escándalo tomo agitadas proporciones. Las mujeres con cierta impasibilidad habían resistidio los primeros insultos, a pesar del profundo carácter ofensivo de algunos de ellos, pero cuando se les considero evacuables, fue cuando su amor propio y susceptibilidad no aguantaron mas, y el hombre hubiese salido mal parado sin la intervención de los guardias de asalto.

Los chicos en la calle, no suspendian sus juegos aunque la metralla cayera cerca de ellos. Se ejercitban el oído.
Cada chico cifraba su orgullo en conocer por la explosion, o simplemente por el sonido del aire rasgado por el obus, de que calibre era ese.

-Ese es del 15.
-No, que no, ese lo mas es del 10.
-Te digo que es del 15; ¡si lo sabre yo!
-Tu no distingue, ¡vamos
-¿Qué no se?
-No. Yo he estado en la Universitaria.
-¿Qué te crees? Yo he oído mas que tu.

Muchas veces el altercado no cesaba hasta que una nueva granada que caia cerca los dispersaba, les hacia buscar un sitio donde esconderse y de donde salían de nuevo con impaciencia por ser los primeros en recoger calientes aun, los trozos de metralla esparcidos por la calle.

Los “colas” que se formaban para adquirir los pocos víveres que se repartian no se disolvian ni por los bombardeos ni por la aviación.
Esta presencia de animo costaba mas victimas pero hasta en esto se formo una emulación, como si en el desafiar el riestgo se aquilatase la calidad antifascista.

-¡Que vienen las “pavas”-
-¡Que vengan! Yo no me muevo.
-¡Vamos, ni que decir tiene!
-No hay que asustarse, no son “pavas”, son nuestros.
-Si, lo que tiran.
-Ya pasan. Van a Rosales.-Y desde su sitio cada mujer seguía con la vista la dirección de los aparatos señalados por las blancas nubecillas de los disparos de nuestros antiaereos.

Se recomponen la “cola” un tanto deshecha por alguna curiosa que ha llegado al medio de la calle para verlos mejor.
Al incorporase a su sitio forcejea para colocarse.
-¡Señora!
-¡Camarada!- le grita su interlocutor-. Que señora ni que niño muerto-
-¡Anda!-intervienen otras- será señoritinga disfrazada.
-Soy trabajadora. ¡Que pasa! Ni señoritinga ni nada, soy una antifascista.
-La que tenga miedo que se vaya.

Nadie replica ya. Renace la calma, y aquellas gentes aguardan pacientemente a que se las despache.
Este espíritu se refleja en todos los detalles.
Mas de 8,000 edificios destruidos, y muchas mas victimas no fueron capaces de estremecer de miedo a los madrileños.

Algunas disputas se fundaban en las dudas surgidas para utilizar con nobleza las propiedades que abandonaron sus dueños.
No faltaban el donaire y la confianza bonachona, características de este pueblo.
-¿Qué haremos del Palacio Real?
-Ya no se dice así. Desde la Republica es el Palacio Nacional.
-Bueno, ¡que mas da!.
-Y ¿para que? Si no sabemos andar por él.
-No te apure, hombre, ya aprenderemos.

-¡Dichosa guerra ¡Cuando se acabara!.
Estas exclamaciones no eran, en boca del pueblo madrileño derrotistas. Las inspiraba desde luego el deseo de terminar con tanta privación. El riesgo para los madrileños no existía, a pesar de ser tan patente y diario. Su afan de terminar la guerra implicaba el deseo firmísimo de triunfar.

Este pueblo magnifico, que ha contagiado al resto de España su heroísmo y le ha llenado de admiración, estaba preparado para todos los sacrificios. Lo equivocado y criminal era desviarle.
Los derrotas de Cataluña no le afectaban; las soportaba sin desmoralizarse.
Contra este buen espíritu, los enemigos encubiertos y solapados, en los lugares de reunión y en conversaciones particulares, aprovechaban sus dolores para desorientarles y hacerle perder su fe y a la vez los partidos políticos no hacían un trabajo eficaz y constante para contrarrestar esta propaganda.

Muchos equivocadamente, confiaban en el Madrid del 36 sin medir bien las consecuencias de su inercia. No era derrotista Madrid pero sus penalidades y riesgos obraban en su animo insensibilizandolo.

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