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sábado, septiembre 23, 2006

Historia del PCE(VII)

CAPITULO VII: LA GUERRA NO HA TERMINADO

1.La guerra no ha terminado -

2.El cambio de estrategia: la política de Unión Nacional

3.Utilización reformista de la guerrilla

4.Un desarrollo capitalista ligado al terrorismo de Estado -

5.Oportunistas y liquidadores

Notas

En junio de 1956, transcurridos dieciséis años desde que se impusiera el régimen fascista y al poco tiempo de hacerse con el control de la dirección del Partido, Carrillo y su camarilla se apresuraron a proclamar en un manifiesto, de forma «solemne», su disposición a «contribuir sin reservas a la reconciliación de los españoles» y «a terminar con la división abierta por la guerra civil mantenida -según ellos- por el general Franco»(166).

Con esta declaración, usurpando el nombre del PCE, los carrillistas ofrecían sus servicios a la oligarquía financiero-terrateniente e inauguraban la política de «Reconciliación nacional» con la que culminaba su labor de zapa y liquidación del Partido. La trascendencia de este hecho era evidente; gracias al revisionismo, el régimen conseguía su principal objetivo tras el aplastamiento de la República: descabezar el movimiento de resistencia popular. Los fascistas remataban así su victoria de 1939 sobre las fuerzas populares y recibían un balón de oxígeno para superar la crisis desatada por el resurgimiento de la lucha del proletariado, la quiebra del viejo corporativismo fascista y el agotamiento de la política económica de autarquía.

Acuciados por la situación, pero favorecidos por la destrucción del Partido, los grupos financieros y jerarcas de la Iglesia pusieron en marcha el proceso de «apertura» y «liberalización» del régimen a fin de adaptarlo a las nuevas condiciones creadas por la exacerbación de la lucha de clases, las necesidades del desarrollo monopolista y de su integración con el imperialismo internacional. El colofón de este proceso, que permitirá al régimen mantenerse a flote hasta nuestros días, combinando el terror con la demagogia y en medio de una situación de crisis permanente, será la Reforma «democrática» emprendida tras la muerte de Franco, pero ya diseñada por éste, con la colaboración del partido carrillista y de otros grupos reformistas. Esta es la razón de que el año 1956 supusiera un viraje en el desarrollo del movimiento obrero en nuestro país y en la misma evolución del régimen.

Ahora bien, dicho viraje no se podría entender sin tener en cuenta el curso que siguieron los acontecimientos en los dieciséis años que le precedieron y en los cuales se gestaron las transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales que tendrían lugar en España a partir de finales de la década de los cincuenta. De ahí que haya que considerar esos dieciséis años, a todos los efectos, como una etapa de transición: transición de una sociedad semifeudal, con una economía fundamentalmente agraria, a otra capitalista, basada en una creciente industrialización y monopolización promovidas por el Estado en beneficio del capital financiero; transición del viejo corporativismo fascista a la «democracia orgánica» como sistema más homologable a los regímenes «democráticos» de los países capitalistas; transición también, ante la nueva situación creada, en las formas y métodos de la lucha de clases; transición, en definitiva, de un Partido Comunista a otro revisionista.

¿Cuál fue la actitud de los comunistas tras la derrota militar, política y moral de las fuerzas populares? ¿Qué papel desempeñó la guerrilla? ¿Por qué los revisionistas consiguieron destruir el Partido? ¿Era o no inevitable su liquidación? Estas son, entre otras, algunas de las preguntas que quizás muchos se hagan y a las que trataremos de dar respuesta en este último capítulo.

1. La guerra no ha terminado
A diferencia de los demás partidos y organizaciones republicanas que apoyaron el golpe casadista y entregaron la República Popular a los fascistas, la derrota de 1939 no significó para los comunistas el final de la lucha. La guerra, para ellos, no había terminado. Los que se salvaron de la primera gran oleada represiva enseguida buscaron la forma de reorganizar el Partido, deshecho por la represión que se abatió sobre él, y de proseguir la resistencia allí donde estuvieran: en lo cam
pos de concentración o en las cárceles, en la ciudad o en el campo, en el monte o en el exilio.
Esa convicción y empeño tendrían su más fiel expresión en los comunistas y antifascistas que, antes de resignarse a morir o someterse al yugo del capital, se echaron al monte para continuar la lucha mediante la guerrilla. «Pocos o muchos, mal armados y peor alimentados, estos grupos de combatientes -diría Dolores Ibarruri (en la foto)años más tarde, siendo ya secretaria general tras el fallecimiento de José Díaz en 1942- eran la República, eran la libertad. Eran ellos los continuadores de la voluntad heroica de los millares de combatientes caídos en los campos de batalla»(167). Así lo entendieron los miles de obreros y campesinos, hombres y mujeres, que, arrostrando el riesgo de perder la vida y sacando fuerzas de flaqueza, les dieron su apoyo. Y así lo entendió también el régimen al movilizar todas sus fuerzas para aplastar al movimiento guerrillero, mantener de hecho el estado de guerra y continuar con la represión masiva iniciada en 1936, hasta el punto de que no había familia obrera o campesina que no contase con alguno de sus miembros preso o asesinado por los fascistas.

De ello dan testimonio los 270.719 presos políticos existentes en 1940 -entre ellos, 30.000 mujeres- o las 192.682 penas de muerte ejecutadas entre abril de 1939-junio de 1944. Eso sin contar los miles de asesinatos perpetrados por las bandas falangistas o carlistas.

En una situación de desmoralización generalizada y de terror paralizante, difícil de imaginar por quienes no la hayan vivido, la guerrilla era el único recurso que quedaba para proseguir el combate, hacer frente al terror, elevar la moral de las masas y preparar las condiciones para el derrocamiento del régimen. Por eso el papel principal de la lucha armada en aquel momento no era tanto el de aniquilar las fuerzas enemigas, como el de «quitar ese miedo a la población, hacer ver que se podía luchar y ganar la batalla por mediación de la guerrilla»(168).

Pero, todo esto no debe hacernos olvidar el hecho, en apariencia «inexplicable», de que la dirección oficial del Partido, dispersa entonces por diferentes países de Latinoamérica y la URSS, no prestase ningún apoyo a la guerrilla, aunque en sus llamamientos hablase de ella. Tal despreocupación, a la que no era ajena la situación de desamparo en la que había dejado a los militantes en España y Francia, no cabe duda de que respondía a las mismas motivaciones que la habían llevado a subestimarla en el período precedente. Entre esas motivaciones cabe destacar la confianza que abrigaban algunos dirigentes, influenciados por las concepciones reformistas burguesas o socialdemócratas, en que los imperialistas yanquis e ingleses, una vez que ganasen la guerra, no tolerarían la permanencia en nuestro país de un régimen fascista aliado de Hitler y Mussolini. A mantener esta ilusión contribuía poderosamente la confusión, la desorganización y la impotencia política a que habían conducido al Partido los graves errores cometidos, la falta de previsión y el «repliegue» desordenado de la Dirección. Por eso, en aquella situación, el problema más importante que se planteaba era recomponer la organización.

El único intento serio y más duradero, que, de hecho, formó la base para una posterior y mínima reorganización del Partido, se llevó a cabo a comienzos de 1941 por el internacionalista moldavo conocido bajo el nombre de Heriberto Quiñones. Para ello contó con la existencia previa de una Comisión Central Reorganizadora formada por Calixto Pérez Doñoro y el también internacionalista polaco José Wajsblum. Con la llegada de Quiñones, que poseía una gran experiencia política y organizativa, el núcleo hizo importantes progresos. La primera tarea que abordaron fue tomar contacto con grupos de militantes dispersos en distintas localidades con el fin de crear un centro dirigente. Su consigna de «tenemos que pensar por nosotros mismos» se adecuaba perfectamente a las condiciones y necesidades del momento. De esta forma, se consiguió constituir un Buró Político del Interior, al que Quiñones incorporó a los cuadros más experimentados y capaces que encontró.

XIV ejercito Guerrillero


En Julio de 1941 la caída de una parte de la organización de Madrid, provocada por una delación, puso a la policía sobre la pista de este intento reorganizativo. Entre los detenidos se encontraba José Wajsblum. Todos fueron fusilados. No obstante, la redada no tendría mayores efectos sobre el plan de reorganización de Quiñones.

El trabajo realizado en casi nueve meses fue ingente. La organización clandestina se extendió a numerosas ciudades y pueblos en poco tiempo, gracias, sobre todo, a la previa existencia de núcleos organizados y fue estructurada en células de tres miembros, sistema organizativo que hasta entonces los militantes del Partido no habían practicado. Incluso se llegó a establecer contacto con la delegación del Comité Central radicada en México. En una carta dirigida a ésta Quiñones exponía así su plan de trabajo e informaba sobre la situación del Partido en España:
«Queridos camaradas. Sirva esta nuestra primera comunicación para ponernos en contacto y delimitar nuestras acciones y funciones respectivas. Nuestro deseo hubiera sido adjuntar con la presente un amplio y detallado informe sobre la situación económica, militar y política de nuestro país, por una parte y de otra sobre el Partido y sus actividades. Al mismo tiempo hubiéramos querido remitiros el 'Anteproyecto de Tesis', lo que nosotros consideramos debe ser la línea política para España... Partimos de la base de que debido a la situación y condiciones actuales concretas se precisa en España una dirección fuerte que, de acuerdo con vosotros y la Internacional Comunista, pueda dirigir la lucha autónomamente...»(169).

Los esfuerzos desplegados por Quiñones y otros camaradas fueron interpretados por la Delegación de México como un intento de constituir un nuevo partido.

A pesar del boicot y aislamiento a que fue sometido por la dirección oficial y enfrentando el acoso y la feroz persecución policial, Quiñones prosiguió con sus planes, poniendo especial hincapié en la formación política e ideológica de los militantes y en su preparación para el trabajo clandestino. También se habían tomado medidas para comenzar a formar grupos guerrilleros y para aportar ayuda a los ya existentes.

La detención de Quiñones se produjo en diciembre de 1941. Su comportamiento, al igual que en las numerosas detenciones que había sufrido desde su llegada a España en 1931, fue ejemplar. Pero esto no le libraría de ser expulsado del Partido por «traidor». Atado en una silla por la imposibilidad de mantenerse en pie, pues tenía la columna destrozada por las torturas, fue fusilado en octubre de 1942, junto con otros miembros de la Comisión Nacional que presidía.
También sobre Quiñones se lanzarían otras acusaciones más reveladoras de las verdaderas motivaciones del enfrentamiento con la dirección oficial, tales como las de dar un «golpe de Estado»(170) o querer «constituir una nueva dirección» y «autodenominarse dirigente» (171).

Estaba claro que los oportunistas trataban de descalificar a Quiñones para encubrir su propia responsabilidad en la desastrosa situación a la que habían conducido al Partido y calmar el descontento que existía entre sus miembros. Ese es el motivo de que se apresurasen a enviar a Es- paña desde Latinoamérica a un grupo de destacados militantes para hacerse cargo de la dirección. Esta iniciativa sería posteriormente utilizada para cargar las culpas sobre Quiñones y desviar la atención de los verdaderos problemas que se planteaban. «La presencia en España de Diéguez y Larrañaga -se señala en «Nuestra Bandera» en 1945- era la confirmación más rotunda de la dedicación total de todos los esfuerzos del Buró Político a la lucha dentro del país y a la ayuda al Partido dentro de España. La confianza que esta presencia despertó en nuestro Partido hacia el Comité Central y el Buró Político, cortó de raíz todas las posibilidades a Quiñones para seguir saboteando la línea política y desprestigiando a los miembros del Buró Político»(172).

Fuera de esa utilización que hicieron de ellos, los cuadros enviados no cumplieron otra función, pues serían detenidos nada más llegar a Portugal, entregados a la policía política española y fusilados.

En cuanto a Quiñones, independientemente de las cuestiones de fondo que estamos analizando y de los errores que pudiera cometer, en realidad no hizo otra cosa que intentar resolver el problema más urgente del momento: reorganizar el Partido en la clandestinidad y constituir una dirección en el Interior. Una tarea que igualmente tratarán de resolver más tarde Monzón y otros cuadros que se hallaban en Francia.

2. El cambio de estrategia: la política de Unión Nacional

Estos problemas surgidos a la hora de reemprender y organizar la lucha contra el fascismo se complicaban por el hecho de seguir manteniendo la táctica de Frente Popular en una situación completamente distinta al período anterior: ahora la reacción no sólo se había impuesto, sino que también se habían delimitado los campos con la burguesía «democrática» y sus aliados socialdemócratas y anarquistas, después de que ellos hubiesen desatado en el bando republicano la guerra civil y la persecución de los comunistas. Con esta deserción se demostraba una vez más que, para acabar con el fascismo y el poder de la oligarquía financiero-terrateniente, la clase obrera ya no podía contar en adelante con ese sector. Esto se va a ver cada vez más claro a medida que el capital financiero emprenda, desde las nuevas posiciones políticas conquistadas tras la contienda civil, la vía del desarrollo monopolista tanto en la industria como en la agricultura. En definitiva, ya entonces se hacía evidente que la etapa de la revolución democrática había sido superada, si bien todavía no en el plano económico, sí por el desarrollo de la lucha de clases.

Esta cuestión tan importante del programa y de la táctica, desde el principio de este período comenzaron a manifestarse en el seno de la dirección dos posiciones distintas y contrapuestas, tal como se desprende del análisis que efectuara José Díaz inmediatamente después de la derrota de la República: «El triunfo de la reacción en España -declaraba- no ha eliminado las causas que llevaron a nuestro pueblo a la lucha, sino que las ha hecho mucho más agudas. La clase obrera, los campesinos y las masas del pueblo han visto tiempos mejores. Han tenido las fábricas y la tierra en sus manos, han comprendido lo que es la libertad y han sido dueños de su destino. Nuestro pueblo ha vivido sin terratenientes, sin grandes capitalistas y sabe lo que esto vale. Por esto la lucha continúa de forma nueva en la nueva situación, una lucha por ampliar estas conquistas hasta su completa emancipación. Para esta lucha las masas tienen las ricas experiencias de una guerra y de una revolución que constituyen un arsenal inestimable para las batallas venideras»(173).

Dichos planteamientos no podían ser aceptados por los dirigentes que seguían aferrados a sus posiciones derrotistas, oportunistas y dogmáticas. De ahí que les viniese como anillo al dedo la llamada política de Unión Nacional preconizada por la IC tras la invasión de la URSS, en junio de 1941, con el objeto de favorecer una alianza con los imperialistas anglo-americanos y evitar que éstos llegasen a un acuerdo con Hitler. Esta política, a la que se adherirían todos los partidos comunistas, era totalmente justa siempre que se preservase la independencia política e ideológica del proletariado en el frente unido, tal como se demostró en China. El hecho de que no se aplicase este principio es lo que condujo a la mayor parte de los partidos comunistas al conchabeo con la gran burguesía monopolista, al reformismo y al revisionismo. Por no referirnos a lo que supuso de sabotaje y colaboración con el imperialismo respecto a las luchas de liberación nacional en las colonias y semicolonias.

Esa aplicación oportunista de la política de Unión Nacional no se puede desligar, por otra parte, de la falta de independencia de los partidos comunistas para elaborar y aplicar su propia línea política, ni del «uso y abuso» que estaba haciendo el Estado soviético de la Internacional. En ese sentido, los acuerdos diplomáticos de la URSS con los Estados imperialistas de uno u otro signo, mediante los cuales los dirigentes soviéticos supieron aprovechar con gran acierto y habilidad las contradicciones entre ellos, no tenían porqué inducir a todos los partidos comunistas a hacer lo mismo ni obligarles a pintar a las burguesías monopolistas como algo diferente a lo que realmente eran: imperialistas a los que había que derrocar. «Tales compromisos -decía Mao en 1946, en relación con los que la URSS estableció con EEUU, Gran Bretaña y Francia- no requieren que los pueblos de los países del mundo capitalista hagan iguales compromisos en sus respectivos países»(174). Además, debía tenerse en cuenta tanto el desarrollo del movimiento revolucionario en cada país como en el plano mundial. De ahí se derivaba el importante papel que había que conceder a la defensa de la Unión Soviética.

Esa política no se podía aplicar en España, donde el fascismo se había impuesto con las armas, tras una sangrienta guerra civil, y donde la burguesía «democrática» se había pasado en masa al campo de la contrarrevolución. Sin embargo, esto no lo tuvieron en cuenta Dolores Ibarruri y otros dirigentes que en ese momento se hallaban en la URSS. Incapaces de adaptar la táctica revolucionaria a la nueva situación y supeditados a las decisiones de la IC, no dudaron en aplicarla al pie de la letra, aun a costa de falsear la realidad del país. Con ello el objetivo de acabar con el régimen y restablecer la República Popular quedaba reducido a quitar de enmedio a Franco y a los falangistas e instaurar una república burguesa parlamentaria. Luego no se trataba de un simple reajuste de la táctica de Frente Popular, justificado por la consideración de España como un país dependiente o «vasallo» de Alemania(175) -cosa que no era cierta por muy condicionada que entonces estuviera por Berlín la política exterior del régimen-, sino de un cambio radical de estrategia que llevaba a entregar al proletariado atado de pies y manos a la gran burguesía monopolista. De manera que se puede afirmar que fue a partir de este momento cuando el Partido entró en el juego de la política de la oligarquía financiera y del imperialismo. A eso conducía, precisamente, la formación de un Frente de Liberación Nacional contra los imperialistas alemanes y sus supuestos «títeres» españoles, en el que podían tener cabida hasta los grandes financieros y terratenientes -incluidos por supuesto los Borbones; es decir, los verdaderos responsables del aplastamiento de la República Popular y de la masacre que estaban cometiendo sus perros de presa.

Por lo demás, la posibilidad de restablecer la «democracia», bajo la forma de una monarquía parlamentaria, era algo que no descartaba ni la propia oligarquía, sobre todo, en función de la evolución que siguiese la situación internacional. Esa es la razón de que Monzón y otros dirigentes del Partido en Francia y España, teniendo como norte la política de Unión Nacional, se dejasen arrastrar por esa eventualidad y se basasen en los contactos que se realizaron con algunos personajes adictos al régimen para constituir en Madrid, en 1943, una fantasmal Junta Suprema de Unión Nacional, acompañada del intento de crear Juntas locales por todo el país.
La ilusión oportunista de que los imperialistas anglo-americanos ayudarían a los republicanos españoles a restablecer la «democracia», en la que se basaba el Buró Político en su política de Unión Nacional, estaba muy extendida en el Partido. Eso explica que la Delegación de la dirección en Francia se volcase en la organización de la resistencia armada contra los ocupantes nazis, en vez de centrar sus esfuerzos, medios y energías en España. Explica también el que dicha Delegación, de acuerdo con diversos partidos y organizaciones democráticas del exilio y la Delegación en el interior que encabezaba Monzón, emprendiesen la llamada «operación Reconquista de España»(176), en la que se van a volver a repetir los mismos errores cometidos durante la guerra; sólo que esta vez mucho más agravados. De ahí que sea conveniente detenernos en ella.

Dicha operación fue llevada a cabo a comienzos de octubre de 1944, inmediatamente después de la liberación del Midi francés, a la que tan decisivamente contribuyeron los guerrilleros españoles. Su objetivo principal era el de crear y mantener una zona liberada o cabeza de puente en torno a Viella, la capital del valle de Arán, que obligase a las potencias «democráticas» a intervenir en ayuda de las fuerzas de la resistencia española. La campaña militar en sí, precedida por la infiltración, a modo de maniobra de diversión, de pequeñas unidades a lo largo de los Pirineos, consistió en la penetración de una fuerza principal de casi 3.000 hombres por el Valle, provista de material semipesado, vehículos ligeros, etc..., como si se tratase de un ejército regular. Y así estaba concebida desde su organización en brigadas, batallones y compañías hasta en los más mínimos detalles: grados, órdenes de campaña, galardones... O sea, que se trataba, ni más ni menos, que de un remedo del ejército republicano(177).

Tanto política como militarmente la aventura resultó un fracaso. Y no porque las fuerzas que participaron en ella fuesen derrotadas o sufriesen grandes pérdidas, sino porque no consiguieron alcanzar ninguno de los objetivos previstos. Ante el peligro de ser copadas y aniquiladas por el enemigo y no recibir de los imperialistas más que órdenes conminatorias de retirada, los «generales» que las dirigían, respaldados por las directrices transmitidas por Carrillo a instancias del Buró Político, les dieron la orden de retornar a Francia. Con esta decisión se ponía en evidencia que desde un principio dicha operación no estaba planteada como una verdadera operación militar, sino más bien como una acción de propaganda encaminada a atraer la atención de los imperialistas y demostrarles -tanto a ellos como a los «hombres del centro y de la derecha» (178) a los que se referían el Partido y demás fuerzas de la Unión Nacional en sus llamamientos-, que nada tenían que temer de los republicanos y «comunistas» si se avenían a largar a Franco y Falange. Así se comprende que los mandos y combatientes recibiesen la orden de respetar a los falangistas, guardias civiles, alcaldes y demás representantes del régimen y que, en vez de combatir, se dedicasen a repartir propaganda entre la población y a celebrar misas y otros «actos de reconciliación» en iglesias y ayuntamientos(179). Sin embargo, no todos estaban de acuerdo con esos propósitos y pantomimas: mientras que el «ejército de la República» traspasaba de nuevo la frontera hacia Francia, muchos combatientes comunistas, en contra de las instrucciones recibidas, decidían internarse en España para llevar a cabo la guerra de guerrillas. Se repetía así, por segunda vez, la misma historia. Con la diferencia de que lo que en 1939 terminó en tragedia, en 1944, se había convertido en comedia.

3. Utilización reformista de la guerrilla
Ante este fracaso y la constatación de que los imperialistas no estaban por la labor, cabía esperar del Buró Político, ya instalado en Francia desde mediados de 1945, una rectificación a fondo de sus planteamientos. Pero no fue así. Bien es verdad que, a partir de ese momento, Dolores Ibarruri y compañía se decidieron finalmente a «apoyar» la guerrilla, enviando hombres, armas y fondos económicos, pero sin propósito serio de desarrollarla y con fines claramente reformistas. Por supuesto, estos fines nunca fueron compartidos por los cuadros y militantes de base que participaron directamente en la lucha y cuya presión, junto a los consejos dados por Stalin antes de acabar la II Guerra Mundial, fue determinante para que tomasen aquella decisión. En ese sentido, es importante subrayar que Stalin, a fin de desbaratar las maniobras de los imperialistas orientadas a dejar a Franco en el poder, se limitó a sugerir a los dirigentes comunistas españoles la conveniencia de «formar un gobierno o algo parecido que pudiera hablar en nombre del pueblo» y que estuviera respaldado «por un movimiento popular, cuya expresión principal sólo podía ser, en la situación de España, la lucha guerrillera»(180).


Desde ese año, la actividad de la guerrilla no sólo se extendió a casi todas las zonas montañosas del país, sino también al campo, siendo excepcionales, aunque de gran resonancia, las acciones llevadas a cabo por grupos guerrilleros en algunas ciudades, como Madrid. «La lucha guerrillera -señala por entonces Dolores Ibarruri, haciendo un balance de la misma- se ha hecho más política, más ofensiva; los objetivos son seleccionados más cuidadosamente, los golpes se dirigen más directamente contra el régimen y sus servidores»(181). La «conspiración de silencio» que hasta ese momento mantenía el régimen en torno a la guerrilla quedó hecha añicos, cosa que se vería reflejada en su misma propaganda, al abandonar el apelativo de «huidos» por el de «bandoleros».
Del respaldo de masas y la fuerza que llegaron a adquirir la organización guerrillera y la lucha armada revolucionaria nos dan una idea algunos datos. Sólo los efectivos activos de la guerrilla, organizados por el Partido (sin contar los puntos de apoyo), que a finales de 1945 eran medio millar, llegaron a superar, en su mejor momento, el número de 2.000 combatientes. Esta cifra podía haber sido muy superior si la dirección hubiera actuado en consecuencia y no hubiese entorpecido su desarrollo. De ellos el 85% habían formado parte del ejército republicano, siendo el 75% jornaleros o campesinos y el resto, en su mayoría, obreros(182). Una idea aproximada del nivel de apoyo que tuvieron los guerrilleros en la población campesina nos la dan los 20.000 colaboradores detenidos en el período de 1943-1952, cifra que, según cálculos de la guardia civil, suponía solamente la cuarta parte del número real de colaboradores. En cuanto al desarrollo de la actividad guerrillera, si en 1945 se llevaron a cabo, según cifras oficiales, 1187 acciones (ejecuciones, sabotajes, expropiaciones, apresamientos, emboscadas, asaltos a cuarteles, etc...), en 1947 llegaron a 1462. También son ilustrativas de la capacidad operativa y eficacia de la guerrilla, las bajas causadas a las fuerzas represivas y militares, que se podrían estimar durante esos tres años -contrastando diversas fuentes- en cerca de dos mil, mientras que las cifras de guerrilleros propiamente dichos, muertos o capturados, no pasaron en esos mismos años del medio millar(183).


Para hacer frente al recrudecimiento de la lucha guerrillera desde 1945 hasta 1948 el Gobierno declaró varias veces el estado de guerra en numerosas provincias y empleó buena parte de sus fuerzas represivas y del ejército, incluidas la Legión y tabores de regulares marroquíes. Ejemplos del tipo de operaciones militares realizadas fueron las llevadas a cabo, en marzo y mayo de 1948, contra la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón, la más fuerte de todas. En la última, precedida de detenciones masivas de campesinos e incendios de montes, fueron empleados 12.000 hombres al mando del general Monasterio, con toda clase de armamento, desde artillería ligera hasta tanques(184).


Durante esos años, miles de campesinos fueron asesinados y otros muchos «desaparecidos», familias enteras masacradas, deportados los moradores de pueblos y aldeas de numerosas comarcas, contándose por decenas de millares los encarcelados. La tortura, muchas veces hasta la muerte, fue en todo momento una práctica corriente en cuarteles y comisarías. En esa labor criminal se destacaron las «contrapartidas» organizadas por el Servicio de Información de la Guardia Civil e integradas, preferentemente, por miembros de este cuerpo y también por falangistas y elementos del lumpen. Su cometido principal era el de aislar a la guerrilla de la población campesina y acabar con el apoyo que ésta le prestaba. Para ello, haciéndose pasar por guerrilleros, cometían todo tipo de fechorías y atrocidades: robaban, violaban, torturaban y asesinaban indiscriminadamente a los campesinos con el fin de desprestigiar a la guerrilla y sembrar el terror(185). Esta táctica contrainsurgente será exportada por la reacción española a todo el mundo.


Pese a esta intensa y sangrienta represión, las agrupaciones guerrilleras incrementaron su capacidad combativa y organizativa, al tiempo que crecían la simpatía y el apoyo que recibían de las masas campesinas y obreras.
Que la lucha armada se reveló como el principal método de lucha y la organización militar guerrillera como la principal forma de organización que debía haber adoptado el Partido, lo demuestran tanto el fracaso de los sucesivos intentos de mantener una infraestructura clandestina, basada exclusivamente en las ciudades y dedicada a tareas de propaganda, proselitismo y solidaridad con los represaliados, como el que para ello se recurriese muchas veces al apoyo de las agrupaciones guerrilleras. Eso es lo que igualmente se hará más tarde, a partir de 1948, al tratar de convertir a los Estados Mayores de dichas Agrupaciones en Comités regionales y a los guerrilleros en agitadores y propagandistas(186). No otra cosa era también lo que se desprendía de los vanos intentos de reorganizar la viejas organizaciones sindicales y de la inviabilidad de sus métodos y formas de lucha. Por el contrario, la guerrilla no sólo permitió al Partido resurgir de sus cenizas, restablecer sus vínculos con las masas y convertirse en la única fuerza real de oposición al régimen, sino que mantuvo viva la llama de la resistencia popular, contrarrestó el terror fascista y allanó el camino al desarrollo de la lucha de las masas, siendo un exponente de esto último la primera huelga general habida en Vizcaya, en 1947.


No obstante, tal y como se ponía de manifiesto a medida que se iba desarrollando el combate y la organización del movimiento guerrillero, el Partido carecía de una visión clara y de una línea política y militar justa que permitiera fortalecer y extender la lucha armada en la perspectiva de la toma del Poder. Esta fue la causa principal del «fracaso» de la guerrilla, de que el Estado fascista pudiera concentrar sus fuerzas contra ella para pasar, finalmente, a aniquilarla. Aun así no le resultó fácil y necesitó la colaboración de los oportunistas.


Estos aprovecharon el callejón sin salida al que habían llevado a la guerrilla y la situación internacional cada vez más favorable al régimen tras el comienzo de la «guerra fría» para disolverla. Para este fin utilizaron también, tergiversándolas, las recomendaciones que dió Stalin, a finales de 1948, a una comisión de dirigentes, encabezada por Dolores Ibarruri y Carrillo, sobre la conveniencia de adoptar una táctica defensiva, de repliegue, encaminada a fortalecer el Partido y a acumular fuerzas ante la perspectiva de una lucha prolongada. Dicha táctica, según Stalin, podía concretarse, por un lado, en utilizar a la guerrilla como punto de apoyo del aparato clandestino y para organizar políticamente a los campesinos; y, por otro, en aprovechar las posibilidades que ofreciesen las organizaciones fascistas para ampliar los lazos del Partido con las masas. A este respecto, les sugirió que tuviesen en cuenta la experiencia bolchevique, de la época zarista, de trabajo en los sindicatos reaccionarios. Pero, independientemente de que algunas sugerencias, como ésta última, estuviesen influidas por su desconocimiento de la realidad española, lo que nunca aconsejó Stalin fue que se disolviese sin más la guerrilla, como confirma Lister(en la foto)(187).

Menos aún que el Partido se dedicase a «conquistar posiciones» o «infiltrarse»(188) en los sindicatos y organizaciones fascistas, a hacer proselitismo entre los pistoleros falangistas y llamar a los obreros a integrarse en ellos, que es, precisamente, lo que van a hacer los carrillistas.
Sólo así, ante la falta de voluntad para desarrollar y organizar la guerra de guerrillas en base a una estrategia político-militar dirigida a la toma del Poder y ante el hecho evidente de que ni siquiera los comunistas que estaban dispuestos a seguir empuñando las armas tenían las ideas claras al respecto, se podía hacer aconsejable disolver las agrupaciones guerrilleras y efectuar una retirada ordenada de sus efectivos para evitar que fuesen aniquilados por las fuerzas represivas. Pero no porque, en ese momento, no existiesen condiciones para desarrollar la lucha guerrillera en el campo, ni porque la situación internacional fuese más desfavorable que antes, sino porque, en esas condiciones y sin el apoyo del Partido, la disolución de la guerrilla se convertía en una medida necesaria e inevitable.


Aun así, pese a la forma tan solapada con la que fue presentado el «cambio de táctica», éste encontró una fuerte oposición, como se evidencia por los métodos provocadores, policíacos y terroristas empleados por los carrillistas con los militantes que se oponían a sus planes liquidadores y, sobre todo, con los guerrilleros. La disolución de la guerrilla -se afirma en un informe interno- «tuvo sus dificultades»(189).

Y éstas debieron ser muy grandes cuando no se atrevieron a anunciarla públicamente hasta bien entrados los años cincuenta, así como por la forma en que tuvieron que llevarla a cabo, «a escondidas, introduciendo en los destacamentos la intriga, las rivalidades y la provocación para encontrar la justificación de la liquidación», como afirma Lister. «La descomposición de las agrupaciones guerrilleras -añade- se llevó a cabo desde París, desde donde Carrillo envió a miembros de su aparato especializados en esos menesteres (...). Esa línea dió lugar a cosas terribles, a la pérdida de hombres honestos y entregados a la causa del Partido y del pueblo, sobre todo en los años 1948-1949; las liquidaciones, sobre todo, en la Agrupación de Levante-Aragón, se contaron por docenas»(190).

Así lo confirma también uno de los máximos jefes supervivientes de dicha Agrupación en unas declaraciones hechas hace algunos años: «Yo vi en la Agrupación muchos hombres que de golpe y porrazo desaparecían. ¿Qué información se ha dado de ellos? Aquí lo que hay son muchas responsabilidades ocultas que no se han querido sacar a la luz. No creo que se haga nunca...»(191).

Y otro tanto sucedió en otras agrupaciones, como la de Asturias, donde la gran mayoría de los guerrilleros se mostraron en desacuerdo con poner fin a la lucha armada y se enfrentaron a tiros a los enviados de Carrillo que pensaban eliminarlos aprovechando la evacuación. Pero, al no poderlo conseguir, los aislaron de la base del Partido, acusándolos de provocadores, y facilitaron, mediante la delación, su liquidación por la guardia civil(192).

Estos métodos policíacos y fascistas aplicados por los carrillistas, que estaban en correspondencia con la línea liquidadora que los inspiraba, eran lo más opuesto a los que propugnaban los comunistas que se hallaban en la primera línea de fuego, en la guerrilla, para resolver las contradicciones surgidas en el Partido, basándose en el principio de «curar la enfermedad para salvar al paciente». Ese era el principio que guiaba a los jefes de la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón (AGLA) cuando los «instructores» enviados por Carrillo(en la foto con Fraga en la mal llamada transición "democratica")comenzaron a fomentar la intriga, las rivalidades y las provocaciones: «Parece que existe en alguna de nuestras unidades una situación de terror. (...) Es necesario que no se confunda la vida política, nuestra vigilancia debe ser sana y no policíaca. No debemos tirar por tierra a quien comete un error, tenemos la obligación de ayudar para que rectifique. Si después de dar la orientación política sigue repitiendo posiciones que demuestran pesimismo y desaliento es cuando hay que pararse a observar»(193).

Lo que no podían imaginar, en ese momento, es que los carrillistas estaban preparando el terreno para liquidarles. Era claro, pues, que las dos líneas que se venían perfilando desde el período anterior en el seno del Partido habían tomado ya un carácter definido y que los revisionistas estaban dispuestos a emplear cualquier método y la ayuda que tan generosamente les prestaba el Estado fascista para imponerse. 4. Un desarrollo capitalista ligado al terrorismo de Estado

En 1948, la política de Unión Nacional, basada -como hemos visto- en la consideración de un inmediato desmoronamiento del régimen bajo la presión internacional, hizo aguas por todas partes.

Como era de prever, atemorizado por el auge del movimiento revolucionario en los países capitalistas y de las luchas de liberación nacional en las colonias y semicolonias, en 1947, el imperialismo emprendió abiertamente la «guerra fría» contra la URSS y las democracias populares, al tiempo que desataba la histeria anti-comunista y la persecución de las fuerzas democráticas en todo el mundo. Las repercusiones de esta nueva cruzada imperialista en España serían muy importantes, tanto por lo que respecta al régimen, como en relación con el Partido y, en general, con la llamada oposición «antifranquista».

La polarización de fuerzas en el campo internacional se reflejó en la disolución de la Alianza de Fuerzas Democráticas en la que había ingresado el Partido en 1946. De manera que, abandonado una vez más por sus aliados, el Partido se quedó sólo apoyando al Gobierno republicano en el exilio. Este rechazo de la burguesía «democrática» a toda alianza verdaderamente democrática con la clase obrera y el que ya no pudiera contar con la ayuda imperialista para, como mínimo, forzar un compromiso con algunos sectores del régimen, no le dejaban otra salida que la de abandonar sus veleidades republicanas y plegarse definitivamente a las exigencias de la oligarquía financiero-terrateniente. La integración económica de la burguesía «democrática» no tardará en llegar: ésta se realizará paulatinamente, en condiciones de supeditación al capital financiero, a medida que avance el desarrollo económico.

Mucho más importante fue, en cambio, la cobertura que esa orientación agresiva de la reacción internacional supuso para el régimen, tanto en el plano político, diplomático y militar, como en el económico, al presentársele a la oligarquía mayores facilidades para conseguir créditos y empréstitos en los medios financieros internacionales y para acceder a los mercados de los países imperialistas. A partir de este momento, la gran burguesía española comenzaría a integrarse en la economía, la política y la estrategia militar imperialista, sin que por ello tuviese que renunciar a las formas fascistas de poder. Es más, dadas las condiciones históricas y la extrema polarización y agudización de la lucha de clases a la que se había llegado en el país, el desarrollo capitalista ya sólo se podía llevar a cabo mediante la imposición y mantenimiento del régimen.

Para ello necesitaban también efectuar una acumulación intensiva de capital que, en la situación de atraso económico y de relativo aislamiento internacional en que se encontraba entonces España, sólo podía realizarse en base a lo que se dió en llamar la política económica «autárquica».

Y esa acumulación de capital se estaba consiguiendo realizar mediante el terrorismo de Estado y el sometimiento de las masas que hizo posible la destrucción de sus organizaciones, la prohibición bajo pena de muerte o de prisión de toda huelga o protesta, la imposición de un régimen de trabajos forzados y de salarios de hambre a millones de obreros. De este régimen de terror y esquilmación no se libró el campesinado, el cual fue privado de la libertad de vender sus productos, sometido a todo tipo de exacciones, requisas y abusos y condenado a la ruina. El Estado fue utilizado por la oligarquía financiera como medio esencial de su política económica, para multiplicar sus ganancias y reforzar su dominio sobre todos los sectores de la economía. Con el fin de controlar e impulsar la industrialización del país creó el Instituto Nacional de Industria (INI), en 1941, así como el Instituto Nacional de Colonización (INC), destinado a promover la transformación capitalista de la agricultura, bajo la coartada de asentar a miles de jornaleros y campesinos pobres como colonos en las tierras baldías pagadas a buen precio a los terratenientes.

La transformación capitalista de la agricultura venía siendo para la gran burguesía una necesidad apremiante, pues sin ella no podía llevar adelante sus planes de industrialización. Principalmente, el monopolio de la propiedad de la tierra por la aristocracia terrateniente constituía una seria traba para el desarrollo capitalista, por cuanto suponía el acaparamiento de toda la renta de la tierra por parte de los grandes propietarios latifundistas en detrimento del capital financiero e industrial, la limitación para la libre circulación de capitales y el establecimiento de la cuota de ganancia media. Además, dicho monopolio semifeudal de la tierra privaba a la industria del capital necesario para su expansión y de la mano de obra barata que requería, a la vez que impedía la ampliación del mercado interno.

¿Cómo resolver entonces este importante problema sin romper la alianza con la aristocracia terrateniente? He aquí el reto al que se enfrentó en esos años la gran burguesía financiera, una vez derrotada la República y despojados los jornaleros y campesinos de las tierras que les habían expropiado a los terratenientes. Descartado cualquier tipo de reforma agraria en la línea del «reparto negro americano» llevado a cabo en EEUU y Francia durante la revolución burguesa, e incluso una reforma limitada como la que pretendía la burguesía democrática durante la etapa republicana, sólo le quedaba una opción: realizar la capitalización del campo a la manera prusiana; es decir, con la ayuda del Estado y sin que los grandes propietarios de tierras perdiesen sus propiedades o se viesen perjudicados por el hecho de percibir la renta en igualdad de condiciones con el capital financiero e industrial. Con la política de precios ventajosos y de créditos baratos aplicada por el Estado, gracias a las indemnizaciones y mejoras de todo tipo hechas en sus fincas por el INC y otros organismos estatales, los grandes propietarios latifundistas serían compensados con creces por la disminución de sus ingresos provocada por la emigración de la mano de obra excedente, las alzas de salarios y la baja productividad, desde el momento en que comience el boom industrial.

Los terratenientes saldrán doblemente beneficiados de la capitalización y modernización de sus explotaciones, al invertir en la industria el capital agrario acumulado y convertirse en grandes financieros y accionistas de las sociedades industriales, cosa que en el caso de algunos terratenientes ya venía sucediendo desde hacía tiempo. Esta vinculación e integración del capital agrario con el financiero e industrial no ponía fin a la pugna de intereses entre ellos, pero ya no tendrá el mismo carácter al estar motivada cada vez más por la competencia capitalista.

Proceso de capitalización y modernización del campo, realizado fundamentalmente a expensas de las masas de campesinos pobres, será lento, debido a su dependencia del desarrollo industrial, y no se completará hasta bien entrados los años setenta. Como lo será igualmente, hasta finales de los cincuenta, el proceso de industrialización, centrado hasta ese momento en la acumulación de capital, la reconstrucción de la infraestructura y del tejido industrial y la recuperación de los índices de producción anteriores al período de la guerra. De ahí que todavía en esos años apenas se percibiesen sus efectos. Sin embargo, el inicio de uno como de otro proceso arrancan de los años cuarenta. O sea, que ya entonces se hacía evidente que la vía de desarrollo monopolista emprendida por la oligarquía financiero-terrateniente, tanto en la industria como en la agricultura, apuntaba a superar definitivamente, en el plano económico, la etapa de la revolución democrático-burguesa.

No obstante, esta cuestión no estaría presente en la lucha entablada entre las dos líneas, a partir de 1948, sino más bien los factores de tipo político que ya ponían claramente de manifiesto la superación de esa etapa: es decir, la hegemonía de la oligarquía financiera en la alianza reaccionaria y la deserción definitiva de la burguesía «democrática» del campo republicano. Esto era, en realidad, lo que junto a la situación internacional cada vez más favorable al régimen, obligaba ya a cambiar la estrategia y la táctica del Partido. Veamos en qué consistían las posiciones que se enfrentaron en ese momento en su seno.

Por un lado, estaban los que se aferraban a los viejos planteamientos tácticos y estratégicos del Frente Popular, más o menos remozados por la política de Unión Nacional. Esa era la línea que predominaba entre los militantes que combatían en la guerrilla. Por otro lado, se hallaban los que, como Dolores Ibarruri, Carrillo, Claudín y demás «compañeros de viaje», en base a una lectura desviada de la situación internacional y de sus efectos, abogaban por una «marcha hacia adelante», tras la que encubrían su propósito de abandonar los métodos de lucha revolucionarios y claudicar ante el fascismo, como ya hemos visto antes. Para este propósito seguía siendo válido para ellos el programa del Partido para la revolución democrática y el análisis en que éste se basaba, que caracterizaba a España como un país semifeudal y dependiente, sólo que, ahora, del imperialismo yanqui. En suma, básicamente se enfrentaban una concepción dogmática, subjetivista, y otra derechista, que sería favorecida por la corriente revisionista que ya entonces se estaba abriendo paso en el movimiento comunista internacional.

De todas formas, debe tenerse en cuenta que de estas dos posiciones la más peligrosa era la derechista. Pero este peligro no fue advertido entonces por nadie, salvo tardíamente por Joan Comorera (en la foto)que, si bien participaba de los viejos planteamientos, iba mucho más allá. «Nuestro problema -advertía, saliendo al paso de las posiciones derechistas- no comienza ni se acaba en la persona de Franco, ni lo resolveríamos únicamente echando a Franco (...). No podemos dejarnos deslumbrar por la democracia formal, pues en este deslumbramiento reside la razón profunda de los fracasos de la revolución española»(194).
Y añadía: «en régimen formalmente democrático, el capitalismo monopolista dicta la ley (...). Con el capitalismo monopolista no se trata ni se pacta (...). Tampoco se le puede sustituir con sistemas que han pasado definitivamente a la historia. Sólo se puede sustituir con un sistema socio-económico más elevado»(195).

No es de extrañar, pues, que ante estos planteamientos Comorera se convirtiese en el blanco principal de las calumnias, intrigas y provocaciones de los derechistas, que no sólo le defenestraron de la secretaría general del PSUC y le expulsaron del Buró Político del PCE, sino que, además, trataran de asesinarlo; y, como esto no lo pudieron lograr, lo delataran finalmente a la policía cuando se trasladó a Cataluña(196).

Para Dolores Ibarruri, Carrillo y compañía la eliminación física de Comorera y de otros comunistas era una condición necesaria, sin la cual no podrían llevar a cabo sus planes liquidadores.

Prueba de que ésos eran sus propósitos y de que ya entonces se imponía definir el carácter de la revolución pendiente como socialista y adoptar una nueva táctica revolucionaria acorde con ella, en la línea que apuntaba Comorera, es la polémica entablada entre Carrillo y Claudín, a comienzos de los años sesenta, en relación con los cambios económicos, políticos y sociales que se venían produciendo en España, más palpables en ese momento con el despegue industrial, y sobre la posible o no «democratización» del régimen. En el curso de esta polémica Carrillo empleará la misma treta a la que ya había recurrido en otras ocasiones: aunque comparte las mismas concepciones socialdemócratas de Claudín, se pondrá aparentemente del lado del «ala izquierda», mayoritaria, que seguía sosteniendo las viejas concepciones, pues, de otra forma, como él mismo reconocerá más de una vez, se hubiese convertido en un «franco-tirador» y se le habría escapado la situación de las manos(197).

Por el contrario, Claudín, más impaciente por llevar hasta sus últimas consecuencias la política de «Reconciliación Nacional» que ambos compartían, trataba de ir más deprisa. Con ello, naturalmente, se hacía eco de la necesidad que tenía el régimen de «reformarse» para mantener sometida a la clase obrera y llevar a cabo sus planes de sobreexplotación. Claudín partía del análisis de las transformaciones económicas de tipo monopolista, resaltando que las estructuras de poder fascistas estaban en contradicción e impedían el desarrollo capitalista, lo que, según él, hacía que el régimen tendiese necesariamente a «democratizarse» y a parecerse cada vez más a los regímenes «democráticos» de los países capitalistas de su entorno. Bajo esa perspectiva -sostenía-, era posible establecer una alianza con los sectores «liberalizantes» del régimen que permitiera el tránsito pacífico a la «democracia» y facilitara la acumulación de fuerzas necesaria para que el proletariado asumiese el poder por la vía parlamentaria(198).

Estas concepciones no fueron defendidas abiertamente en ese momento por Carrillo, pero en adelante le servirán como plataforma política e ideológica para profundizar la política de «Reconciliación Nacional», avanzada ya en 1948 con el pretexto del «cambio de táctica», así como para llevar a cabo la integración del partido revisionista en el régimen. Aunque, eso sí, encubriendo siempre estos propósitos con el viejo discurso oficial sobre la revolución anti-feudal, anti-monopolista y anti-imperialista. Eso explica, en buena medida, que a los revisionistas les fuese relativamente fácil imponerse y acelerar su labor de liquidación, aprovechando la estrechez de miras de las concepciones oportunistas y dogmáticas y las deformaciones de la vida partidista.

5. Oportunistas y liquidadores
Con estos precedentes, a la vista del rumbo seguido desde el «cambio de táctica» de 1948, el Partido entró en un proceso de liquidación, acompañado por la eliminación de los cuadros y militantes revolucionarios. En unos casos, física, como estaba sucediendo en la guerrilla, y, en otros, mediante expulsiones, bajo el pretexto de luchar contra la «provocación» y el «revisionismo titista». Las expulsiones se llevaron a cabo masivamente en Francia y afectaron a varios miles de militantes, hasta el extremo de que en agosto de 1950 el 70% de los que habían pasado en 1939 a dicho país con el ejército republicano estaban fuera del Partido. En su mayor parte fueron expulsados, a partir de 1947, lo que indica que la mayoría de ellos no eran precisamente arribistas o «comunistas de ocasión»(199).

Tampoco faltaron los asesinatos ordenados desde la Comisión de Organización y de Interior que controlaba Carrillo. «En el período 1947-1951 -declara Lister- las cosas se van agravando cada vez más. Las persecuciones van en aumento (...). Pero no era sólo esto, sino, tal como habíamos de enterarnos más tarde, se venía aplicando el asesinato como método de dirección y represión (...). Estaba a la orden del día el método de las persecuciones de tipo policíaco, y procesos con verdaderos sumarios. De estos procesos fueron víctimas muchos camaradas de los que, abandonados por el Buró Político en España y Francia, salvaron el honor del Partido con un comportamiento que rebasa toda idea que se pueda tener del heroísmo y del espíritu de sacrificio»(200).

La liquidación progresiva del Partido tuvo también sus efectos en el plano organizativo. Al no prosperar los intentos de crear un aparato en base a la «reconversión» de la guerrilla y al ser desmantelados por la policía los pocos comités clandestinos que habían conseguido mantenerse en las ciudades, prácticamente el Partido dejó de tener una organización clandestina en el interior. En adelante, los «instructores» enviados desde Francia irán imponiendo métodos de trabajo político y sindical y formas de organización propias de la semilegalidad o legalidad, en consonancia con la línea revisionista y socialdemócrata que los inspiraba.

Paralelamente, a distintos niveles de la dirección, también se comenzó a producir el desplazamiento de los antiguos dirigentes por los «jóvenes renovadores», como se autocalificaban Carrillo y sus secuaces. En 1954, a raíz del V Congreso(*), que supuso la consagración de la línea revisionista camuflada bajo los viejos planteamientos tácticos y estratégicos, los carrillistas aumentaron notablemente su presencia en el nuevo Comité Central y en el Buró Político.

Una idea de la influencia que, en 1955, habían llegado a alcanzar los revisionistas en la dirección del Partido nos la da el desenlace de su enfrentamiento con la «vieja guardia», encabezada por Dolores Ibarruri, en torno a la admisión del Estado español en la ONU. Mientras los miembros del Buró Político, pertenecientes a la anterior generación, establecidos en Rumanía, adoptaban una resolución que condenaba el ingreso, por considerar que legitimaba al régimen y suponía un abandono de los principios democráticos, los que residían en París, carrillistas en su mayoría, lo aprobaban, a la vez que criticaban en «Nuestra Bandera» esa toma de posición, afirmando que respondía a la idea de que «la solución de los problemas de España debe venir por una intervención de las grandes potencias.(201).

Evidentemente, Carrillo, Claudín y compañía, con la vista puesta en los nuevos vientos revisionistas que soplaban en la URSS, iban mucho más allá: la aprobación de la entrada de España en la ONU favorecía sus planes de liquidación del Partido y de integración en el régimen. Así lo explica uno de ellos: «el problema era si la base de nuestra política era el mantenimiento de la legalidad republicana y ese tipo de actitud; o si íbamos a buscar la desaparición del franquismo a través de las nuevas contradicciones que surgían en la sociedad. Por eso, pienso que en este debate ya estaba el núcleo del problema que iba a surgir con la política de Reconciliación Nacional. Creo que entonces la camarada Dolores jugó un papel importante y positivo al asegurar que predominase en la dirección del Partido esa actitud más abierta hacia el futuro».(202).

Por todo ello se puede decir que, en 1955, ya se daban casi todas las premisas fundamentales para la definitiva liquidación del Partido por los revisionistas. Lo único que les faltaba era hacerse totalmente con la dirección. Y eso lo van a lograr muy pronto, inmediatamente después de la celebración del XX Congreso del PCUS, en febrero de 1956, tres años después de la muerte de Stalin.

En dicho Congreso, Kruschev dió lectura a un informe «secreto» en el que, so pretexto de corregir los errores de la etapa transcurrida y criticar el «culto a la personalidad» de Stalin, se revocaba la línea política marxista-leninista y toda la obra revolucionaria anterior. En el XX Congreso fueron sentadas las bases ideológicas y políticas del revisionismo moderno. Estas se concretaron en las tesis sobre el «tránsito pacífico al socialismo», el «Estado de todo el pueblo», etc..., más tarde refrendadas y desarrolladas por el XXII Congreso. Así se dotó de una plataforma y respaldo a los revisionistas en todos los países.

De esta forma, quedó claro que el golpe de Estado de Kruschev y los revisionistas en la Unión Soviética y sus ataques a Stalin y al marxismo-leninismo fueron también el golpe de gracia al movimiento comunista tal y como se venía concibiendo. El cáncer revisionista, extensamente propagado, ya había carcomido a muchos de los partidos comunistas; entre ellos, a algunos de los más influyentes. En muchos otros, bajo un barniz marxista-leninista, el revisionismo moderno había conquistado importantes posiciones y sofocaba a los elementos revolucionarios. En la misma Unión Soviética, los marxista-leninistas y el proletariado soviético, debilitados por la guerra y desarmados por los graves errores políticos e ideológicos que se habían cometido, fueron incapaces de hacer frente y evitar la avalancha contrarrevo- lucionaria.

Sólo el PCCh, dirigido por Mao, y algunos otros partidos comunistas mantuvieron enhiesta la bandera del marxismo-leninismo, defendieron a Stalin de las calumnias y ataques, se opusieron a los esfuerzos de Kruschev de imponer una línea capituladora y reformista a todos los partidos comunistas, a la vez que combatieron a Thorez, Togliatti, Tito y otros revisionistas modernos que, con la excusa de «desarrollar creativamente» el marxismo y del surgimiento de las nuevas condiciones, se oponían a la revolución y negaban sus principios fundamentales.

El XX Congreso sirvió, por tanto, de importante respaldo a los revisionistas de nuestro país. Cuatro meses más tarde los carrillistas presentaban en sociedad, a bombo y platillo, su política de «Reconciliación Nacional», con la que culminaban el proceso de liquidación del Partido, aunque, eso sí, conservando su nombre y apelando en todo momento a una legitimidad y a unas tradiciones que ellos mismos estaban pisoteando.
* * *
Una vez más se ponía de manifiesto lo que ya señalara Lenin en su combate contra el oportunismo y contra el liquidacionismo, dos tendencias que, como él decía, mantenían vínculos comunes y entre las que no había más que una leve separación, a veces imperceptible. No obstante, conviene resaltar aquí la distinción que hace Lenin entre unos y otros: «El liquidacionismo -manifiesta- está ligado, naturalmente por lazos ideológicos, con la abjuración del programa y de la táctica, con el oportunismo. Los oportunistas llevan al Partido a un camino equivocado, burgués, al camino de la política obrera liberal, pero no reniegan del Partido mismo, no lo liquidan. El liquidacionismo es un oportunismo de tal naturaleza, que llega hasta renegar del Partido». «El liquidacionismo -añade- no es solamente la liquidación (es decir, la disolución, la destrucción) del viejo Partido de la clase obrera; es también la destrucción de la independencia de clase del proletariado, la corrupción de su conciencia por las ideas burguesas».(203).

Según Lenin, las desviaciones de la táctica marxista no se explican por casualidad o simplemente por la mala intención de personas aisladas, sino fundamentalmente «por la situación histórica» del movimiento obrero y revolucionario de cada época, manifestándose de forma diferente según la mayor o menor agudización de la lucha de clases y las peculiaridades de cada país.

Como él señala, en la época de la contrarrevolución burguesa, la situación del movimiento obrero y revolucionario engendra inevitablemente, como manifestación de la influencia burguesa en el proletariado, por una parte, la negación del Partido como organización ilegal, el menosprecio de su papel e importancia, así como las tentativas de reducir las tareas programáticas y tácticas y las consignas revolucionarias; y, por otra, engendra también la incapacidad de adaptar la táctica a las condiciones históricas cambiantes y peculiares de cada momento.

Por eso Lenin insistía en la necesidad de comprender el origen de clase de esas influencias malsanas y en descubrir los intereses de clase no proletarios que alimentan la «cizaña», dado que la ideología burguesa (y pequeño-burguesa) se manifiesta de múltiples formas en función de las tareas revolucionarias principales de la clase obrera y su Partido. «Los liquidadores son unos intelectuales pequeño-burgueses, enviados por la burguesía a introducir la corrupción liberal en los medios obreros, los liquidadores son traidores al marxismo y traidores a la democracia. La consigna de ‘lucha por un partido legal' es en ellos (...) un modo de encubrir su renuncia al pasado y la ruptura con la clase obrera».(204).

Pues bien, hacía tiempo que en el PCE también se estaban engendrando y manifestando esas mismas tendencias. Por un lado, la incapacidad para hacer frente a las nuevas tareas revolucionarias y elaborar una táctica adecuada a las condiciones cambiantes de la lucha de clases en España, el anquilosamiento y el dogmatismo, representados por la «vieja guardia» del Partido; por otro, el empeño en desarmarlo política, orgánica e ideológicamente de acuerdo con las necesidades e intereses de clase de la gran burguesía, que al no conseguir destruir el Partido mediante la represión más brutal y sangrienta, se servía (y se sirve) de su influencia ideológica en las filas de la clase obrera para conseguirlo. Esto era tanto más necesario hacerlo en el seno del Partido Comunista, toda vez que había casi desaparecido la influencia pequeño-burguesa ejercida a través de la ideología anarquista y social-demócrata.

De ahí que el régimen aliente con su demagogia «aperturista» los propósitos liquidadores y reconciliadores carrillistas, facilitando su trabajo en el Sindicato Vertical y otras organizaciones fascistas, en el preciso momento en que el movimiento obrero y popular comienza a rehacerse de la derrota y se agrava la crisis política y económica del sistema.

Pero, además, teniendo en cuenta la agudización de la lucha de clases en nuestro país, el oportunismo y el liquidacionismo tenían que tomar formas peculiares. Esa es la razón de que los derechistas y revisionistas, los Claudín, Semprún, Carrillo, Azcárate..., no se mostrasen tal como eran, que especulasen con las tradiciones, el nombre del Partido y los principios marxista-leninistas para encubrir mejor sus planteamientos y propósitos anti-comunistas.

Por lo que respecta a los «viejos» cuadros dirigentes del Partido, a Dolores, Lister, Uribe se les podía aplicar la caracterización que hacía Lenin de los centristas como Kautsky tras la primera guerra imperialista mundial y el auge de la contrarrevolución burguesa en Europa, en un momento en que ya se había producido el tránsito del capitalismo pre-monopolista a la etapa imperialista y se había abierto la era de la revolución proletaria mundial y cuando se hacía necesario por parte de la clase obrera y los partidos comunistas adoptar una nueva vía para el desarrollo de la revolución. «Considerados histórica y económicamente -decía-, no representan a ninguna capa social específica, no pueden valorarse más que como un fenómeno de transición, ya superado, del movimiento obrero...»(205).

Como a los «centristas» a los que se refiere Lenin, a numerosos cuadros y militantes del Partido les había sucedido otro tanto: aferrados a los viejos esquemas -válidos para una etapa ya superada de la lucha de clases- fueron incapaces de ponerse a la altura de las tareas y responsabilidades exigidas por el nuevo período abierto tras el hundimiento de la República y de la II Guerra Mundial. Durante la etapa anterior no cabe duda que habían desempeñado un destacado papel en la formación y desarrollo del Partido, en la difusión de las ideas comunistas entre el proletariado en lucha contra la ideología anarquista y socialdemócrata y se habían batido en primera línea al frente de las masas contra el fascismo y el imperialismo; pero, en las condiciones tan difíciles por las que tuvo que atravesar el Partido tras la derrota, ni estaban preparados para afrontar las complejas tareas revolucionarias que la situación demandaba ni se esforzaron en prepararse.

En muchos casos se hacía preciso romper con las viejas concepciones enraizadas en el movimiento comunista internacional y profundizar en el desarrollo de la teoría y práctica revolucionaria, teniendo muy presentes las experiencias adquiridas por las masas en la lucha contra la reacción y el imperialismo y las características específicas que presentaba la lucha de clases en España. Estancados en su dogmatismo y acostumbrados a la «tutela» de la I.C. y del PCUS, no tuvieron en cuenta el principio de que el pasado debe servir al presente, ni las condiciones históricas ni tampoco las transformaciones que se estaban produciendo en nuestro país. De sus debilidades y deformaciones, cuando no de su complicidad, se aprovecharon los revisionistas para llevar al Partido por el camino de la degeneración y de la liquidación.

Eliminada la línea revolucionaria y, sobre todo, una vez controlada la dirección por los revisionistas, la posibilidad de que el PCE adoptase una línea justa, o de que se pudiese reconstruir desde dentro, quedaba anulada. Se hacía, pues, necesario reconstruirlo, pero ya desde fuera, en base a las nuevas fuerzas revolucionarias que estaban surgiendo. Esa era la gran tarea que se les planteaba a los comunistas a partir de 1956. ç

(*) La primera convocatoria del V Congreso se hizo para el verano de 1936, pero no tuvo lugar entonces debido al levantamiento fascista. Posteriormente, con la derrota de la República y el estallido inmediato de la II Guerra Mundial y la consiguiente dispersión de cuadros y militantes por diversos países, se añadieron nuevas dificultades. Sin embargo, tras la liberación de Francia, la Dirección del Partido, cada vez más influenciada por la corriente revisionista, no hizo nada por llevar a cabo la convocatoria inaplazable del V Congreso, a fin de no tener que dar cuentas de sus graves responsabilidades en los errores cometidos por el Partido en la etapa final de la guerra y posteriormente.

NOTAS (166) «Declaración del Comité Central de junio de 1956».
AHPCE. (167) «Sobre el movimiento guerrillero en España» (Marzo 1948).
AHPCE. (168) Idem.
(169) Gregorio Morán: «Miseria y grandeza del PCE (1939-1985)». Ed. Planeta. Barcelona. 1986.
(170) Max Gallo y Règis Debray: «Mañana España. Conversaciones con Santiago Carrillo». París. 1975.
(171) A. Mije: «Defensa de la unidad del Partido». AHPCE.
(172) «Nuestra Bandera» n• 1. 1945. AHPCE. Ver también «Historia del PCE». Ediciones Polonia. Varsovia. 1960; «Informe Político presentado por Dolores Ibarruri al V Congreso del PCE» (1954). AHPCE.
(173) José Díaz: «Las lecciones de la guerra del pueblo español (1936-1939)». AHPCE.
(174) Mao Zedong: «Algunas apreciaciones acerca de la actual situación internacional» (abril de 1946). Obras escogidas. Tomo IV. Ediciones en Lenguas Extranjeras. Pekín. 1976.
(175) «Llamamiento del Comité Central del PCE a la Unión Nacional». «Nuestra Bandera» n• 5. México, septiembre 1942. FPI. Madrid. Ver también «Llamamiento del Comité Central del PCE a la Unión Nacional», agosto de 1941. AHPCE.
(176) «Manifiesto de la Junta Suprema de Unión Nacional». Madrid, septiembre de 1943. «Acuerdo con los católicos», 16 de noviembre de 1943. «Bajo la dirección de la Junta Suprema de Unión Nacional, guerra a muerte contra Franco y Falange». «Reconquista de España» n• 36. Toulouse, septiembre de 1944. «Importantes declaraciones del Sr. Presidente de la Junta Suprema de Unión Nacional al Director de ‘Reconquista de España'», número extraordinario, noviembre 1944. «Discurso de apertura de la Conferencia de UNE, pronunciado por el Presidente del Secretariado de UNE en Francia», noviembre de 1944. AHPCE.
(177) Daniel Arasa: «Años 40: los maquis y el PCE». Ed. Argos Vergara, Barcelona. 1984.
(178) «Llamamiento del Comité Central del PCE a la Unión Nacional», agosto de 1941. AHPCE. (179) Daniel Arasa, op. cit.
(180) Enrique Lister: «¡Basta!». Guillermo del Toro Editor. Madrid.
(181) «Sobre el movimiento guerrillero en España», doc. cit.
(182) «Informe interno», noviembre 1945. AHPCE. Francisco Aguado Sánchez: «El maquis en España». Editorial San Martín. Madrid. 1975.
(183) «Resumen de la lucha guerrillera en España, durante los años 1945-1950». «Resumen de las acciones guerrilleras y bajas de las fuerzas represivas y de guerrilleros, durante el período 1 al 23 de enero de 1947». «Resumen de las acciones guerrilleras de los años 1948, 1949 y 1950». AHPCE. «Vida Guerrillera», boletín de los guerrilleros gallegos (25 de abril de 1948). Ver también Eduardo Pons Prades: «Guerrillas Españolas (1939-1960)». Ed. Planeta. Barcelona. 1977; Francisco Aguado Sánchez, op. cit.; y Eulogio Limia Pérez: «Reseña general del bandolerismo en España después de la Guerra Civil». Dirección General de la Guardia Civil. Madrid. 1957. AHPCE.
(184) «Crecimiento de la lucha guerrillera en España» (Informe). 1948. AHPCE.

(185) Fernanda Romeu Alfaro: «Más allá de la Utopía. Perfil histórico de la Agrupación Guerrillera de Levante». Edicions Alfons el Magnànim. Institució Valenciana d'Estudis i Investigació. 1987. Ver también Santiago Alvarez: «Memoria da guerrilla». Edicións Xerais de Galicia. Vigo. 1991; Carlos G. Reigosa: «Fuxidos de sona». Edicións Xerais de Galicia. Vigo. 1989.
(186) Fernanda Romeu Alfaro, op. cit. Varios: «El movimiento guerrillero de los años cuarenta». Fundación de Investigaciones Marxistas. Madrid. 1990. Santiago Alvarez: «La retirada, la lucha guerrillera y el cambio de táctica», trabajo incluido en «Para una historia del PCE». Conferencias en la F.I.M. Madrid. 1980.
(187) Enrique Lister, op. cit.
(188) «Informe de Julio sobre Asturias» (3-I-1950). «Boletín Interior del PCE», editado por el Comité Provincial de Asturias en agosto de 1951. AHPCE.
(189) «Resumen de la lucha guerrillera en España de 1944 a 1950» (Escrito en 1950). AHPCE. (190) Enrique Lister, op. cit.
(191) Fernanda Romeu Alfaro, op. cit.
(192) «El movimiento guerrillero de los años cuarenta», op. cit.
(193) «Informe político del EM de la AGL en la reunión celebrada entre los jefes del 5• Sector, 11• Sector, 17• Sector y 23• Sector» (1948). AHPCE.
(194) Joan Comorera: «El nostre problema no comença ni s'acaba en la persona de Franco (Carta oberta a J. Navarro i Costabella», París. 1949). CEHI. Barcelona. Ver también Miquel Caminal i Badia: «Joan Comorera. Comunisme i socialisme (1939-1985)». Volumen III. Editorial Empúries. Barcelona.
(195) Joan Comorera: «La nación en la nueva etapa histórica» (Junio de 1944). CEHI. Barcelona. (196) Enrique Lister, op. cit.
(197) Max Gallo y Règis Debray, op. cit.
(198) «Documentos de una divergencia comunista. Textos del debate que provocó la expulsión de Claudín y Jorge Semprún del PCE». Ed. El viejo topo.
(199) Gregorio Morán, op. cit.
(200) Enrique Lister: «Así destruyó Carrillo el PCE». Editorial Planeta. Barcelona. 1983.
(201) Santiago Carrillo: «Sobre el ingreso de España en la ONU. Una victoria de la política de paz». «Nuestra Bandera» n• 15, diciembre de 1955. FPI.
(202) Manuel Azcárate: «La política de Reconciliación Nacional», trabajo incluido en «Para una historia del PCE». «Conferencias en la FIM». Madrid. 1980.
(203) Lenin: «Cuestiones en litigio. El Partido legal y los marxistas». Obras completas, tomo XIX. Ed. Progreso. Moscú.
(204) Idem.

(205) Lenin: «Las tareas del proletariado en nuestra revolución (Proyecto de Plataforma del Partido Proletario)». Obras escogidas, tomo II. Editorial Progreso. Moscú.

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